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Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Todo listo para zarpar
El cruce del Atlántico, la culminación de meses de preparativos.
El cruce del Atlántico, la culminación de meses de preparativos.
Los primeros rayos de sol se colaron en nuestro camarote y el olor a café inundó el Delizia. A pesar de que estábamos fondeados en las proximidades del Muelle Deportivo lo que nos permitía dormir a pierna suelta por primera vez desde que, cinco días antes zarpáramos de Al Jadida, el sueño acumulado no parecía haber hecho mella en los italianos. Todos ellos, incluido el Comandante Máximo, llevaban un buen rato despiertos organizando mil y una cosas indispensables para la gran travesía oceánica.
Cuando amanecimos la jornada ya estaba perfectamente planificada. Al fin y al cabo, y aunque a nosotras por desconocimiento, las decisiones que se tomaban a bordo nos parecieran espontáneas, el cruce del Atlántico era la culminación de meses de preparación y planificación. El Comandante Máximo ya tenía una gran lista de cosas que hacer y la mayoría de ellas, excepto los imprevistos, se habían planificado meses antes. Me di cuenta cuando vi sobre la mesa el cuaderno tamaño folio del dueño del Delizia, con un sinfín de apuntes que imaginé eran el resultado de otras tantas reuniones con los Gianes alrededor de una mesa como aquella mañana.
De entre toda aquella lista de tareas, una de las más importantes era el aprovisionamiento, es decir, hacer la compra de todo lo necesario para estar un mínimo de dos semanas en alta mar. El Comandante Máximo sacó una hoja nueva de la libreta de espiral y esperó a que todos estuviéramos sentados alrededor de la mesa del salón del Delizia para empezar la reunión con la tripulación. Antes de empezar, el Comandante anunció que la compra se haría en su supermercado favorito: El Corte Inglés. Raquel y yo saltamos como un resorte: “El Corte Inglés es carísimo, Mercadona es mejor”. Nos salió al unísono como si fuera un spot y los italianos repitieron estirando las letras con su acento romano: “merrrcadooona es mejorrrr”.
Nuestro espíritu práctico y ahorrativo se impuso no sin dificultad tras esgrimir una larga retahíla de razones que abundaban en las bondades del supermercado levantino frente al que para el Comandante y los Gianes era el mejor centro comercial de España. Aún sí les convencimos, tras una concesión: haríamos allí la compra grande y algunas exquisiteces como el jamón u otros productos Gourmet podríamos comprarlos después en el Corte Inglés. Se decidió que Raquel y yo acompañaríamos al Comandante a la compra mientras Gianluca y Giampa llevaban el Génova a arreglar y compraban algunos repuestos necesarios.
El Comandante empezó a copiar en la hoja y en italiano, palabras que se correspondían con secciones de supermercado. A medida que las iban pronunciando en alto me parecía trasladarme a un bullicioso mercado romano: mozzarella, burrata, farina, oglio, pomodoro, piperone...Me encantaba como sonaba cada una de aquellas palabras y me divertía repetirlas mentalmente imitando la entonación y el acento de los Gianes.
Aunque no supiera explicar el porqué, parecía tener bastante lógica que el Comandante Máximo empezara la lista por los productos no perecederos: desde productos de limpieza, aseo, conservas, aceite, refrescos, agua embotellada, una gran variedad de harinas para hacer pan, pizza, frituras o rebozados etc. A medida que el Comandante Máximo los iba nombrando y discutía con los Gianes la necesidad de los mismos, Raquel y yo revisamos la despensa para que él calculara la cantidad a comprar en función de las provisiones. Multiplicaba por días y por personas en un cálculo mental meticuloso y preciso. Advertí que el Comandante Máximo añadía siempre más cantidad o días a lo previsto. La razón estaba clara: en el mar puedes saber el día que zarpas pero nunca el día que llegarás a tú destino.
Cuando acabamos, Raquel y yo nos pusimos a limpiar las neveras y ordenar las sentinas y despensas para hacer sitio y que cuando llegáramos con la compra todo estuviera perfecto. Además y aprovechando que estábamos fondeados y podíamos llenar después los enormes depósitos de agua del catamarán, limpiamos a fondo el interior del barco. Después de cinco días en el mar también se hacía necesario valdear la cubierta y limpiar el exterior a conciencia.
Mientras, los Gianes izaron el Génova identificando las zonas raídas en las escotas, parte superior de la driza. Las rozaduras en las velas son uno de los grandes enemigos en el mar por lo que revisaron el resto de velas que se habían expuesto en el temporal para protegerlas. Al finalizar la inspección del velamen, plegaron cuidadosamente el Génova tras extenderlo sobre la red de la proa. Después revisaron sus aparejos de pesca, las herramientas, los repuestos y equipamientos abriendo un sinfín de compartimentos situados en el exterior del barco que nosotras aún no habíamos descubierto.
En el mar es fundamental estar preparado para fallos en el equipo, ya que, tarde o temprano los habrá. Cualquier pieza puede romperse por lo que es necesario tener repuestos para solventar este tipo de situaciones que, en alta mar, pueden convertirse en un gran problema si no hay recambios o, en su defecto, no se ha previsto un plan alternativo o de emergencia para solucionar los innumerables problemas que pueden darse en una travesía transoceánica.
Mientras la tripulación realizaba todas estas tareas, el Comandante Máximo se enfrascaba con la ayuda del software de navegación en planificar la ruta. Un antiguo consejo de los marineros para cruzar el Atlántico rezaba así: “dirígete hacia el sur hasta que se derrita la mantequilla”. Siguiendo esta ruta, que conlleva unas millas más, se consigue marcar dos o tres grados de latitud al día, lo que implica que el calor llegará más rápido, asegurando buenas condiciones meterológicas y coger los vientos alisios más rápido.
Era cerca de la una, cuando cogimos el Dingui para dirigirnos al muelle. Hacía un día espléndido y se respiraba un ambiente festivo no exento de frenética actividad. En el puerto se alineaban más de un centenar de barcos participantes en el ARC, fácilmente detectables por sus banderines blanquiazules y por sus tripulaciones, que trajinaban en cubierta sin descanso. En los alrededores del muelle, centenares de turistas e isleños se agolpaban para observar con detenimiento y admiración los veleros y las maniobras de última hora de sus tripulantes. No podías evitar sentirte un privilegiado al formar parte del exclusivo círculo de navegantes, no más de dos mil, que iba a cruzar este año el Atlántico de Este a Oeste.
Dejamos a los Gianes con el Génova en el muelle y cogimos un taxi para ir a hacer la compra al Mercadona que, según miramos en Internet, daba servicio de envío a domicilio en la zona dónde nos encontrábamos. Al entrar en el Mercadona, cogimos cada una un carrito pero pronto nos dimos cuenta que sería insuficiente. Acostumbradas a hacer la compra para una familia, quizás lo que más nos sorprendió fue la cantidad de vino de la que hizo acopio el Comandante Máximo: 30 botellas de vino blanco y otras tantas de vino tinto y rosado, además de cervezas, whisky y ron. Parecía que, en vez de navegar, íbamos a una boda gitana.
Compramos todo lo recogido en la lista y algunas cosas más que nos parecieron imprescindibles según las veíamos en los estantes. Cuando el Comandante vio los jamones expuestos decidió que no sería necesario ir al Corte Inglés lo que, después de media hora deambulando por los repletos pasillos del Mercadona, agradecimos en silencio. No era jamón de bellota, pero dos jamones serranos ponían el broche final a la copiosa compra. El Comandante estaba encantado por nuestra rapidez y efectividad haciendo el avituallamiento y aún más contento se quedó cuando llegó el momento de pagar. La compra no superó los seiscientos euros y el propietario del Delizia no daba crédito. El año pasado, con menos gente a bordo, había superado los mil euros comprando en el Corte Ingles.
Organizamos el envío a domicilio y volvimos al puerto, no sin que antes, pidiera a la amable cajera el número de teléfono personal del repartidor, ya que teníamos que quedar con él en el Dingui Dock y coordinar la recogida. Quedamos que la entrega se haría en el tramo de cuatro a seis de la tarde. Llamamos a los Gianes que estaban trabajando en el barco para que nos recogieran y convencimos al Comandante que pretendía comer a bordo, para picar algo en uno de los restaurantes del puerto. Como el dueño del Delizia se había negado a que pusiéramos dinero para hacer la compra, exceptuando el pago de algunas cosas de aseo personal y caprichos que habíamos comprado aparte, les invitamos a todos a una suculenta comida. Cuando terminamos era casi la hora prevista para la entrega de la compra y llamé al repartidor para saber si estábamos entre los primeros de la lista de reparto. Así era y decidimos esperar tomando un café en el bar más próximo al Dingui Dock.
Después de colocar la compra en el barco, Raquel y yo teníamos una prioridad: ir a la peluquería para teñirnos y hacernos manos y pies. Los Gianes se apuntaron al plan pero el Comandante se quedó a bordo. Encontrar una peluquería un sábado por la tarde para que nos atendieran a los cuatro se convirtió en un imposible. Recorrimos desesperadas preguntando en cada establecimiento dedicado a la estética de la calle Triana, la más comercial de la capital de las Canarias, sin resultado hasta que encontramos uno regentado por chinas que nos dijo que sí, aunque dada la hora que era, nosotras tuvimos que renunciar a hacernos la pedicura.
Llamamos al Comandante para proponerle salir a cenar pero declinó la invitación alegando que tenía mucho trabajo aún a bordo. Era una manera de decirnos que era hora de volver al barco y aunque nos apetecía más cenar esa noche fuera no nos quedó más remedio que, a regañadientes, ir al barco para prepararle la cena y acompañarle. Al final nos alegramos de cenar en el barco, ya que la organización del ARC nos deleitó con unos maravillosos fuegos artificiales que iluminaron el puerto como broche final de los eventos que habían organizado para la última noche de los navegantes en tierra. Había además una fiesta en el Real Club Náutico de Las Palmas de Gran Canaría, frente al cual estábamos fondeados y allí nos fuimos los cuatro con ganas de una juerga para festejar que al día siguiente comenzaba nuestro verdadero reto: cruzar el Atlántico a vela.
Cuando llegamos allí, tras dejar el dingui en el muelle más próximo al Náutico, nos encontramos con que la fiesta había terminado y que las tripulaciones se dirigían de vuelta a sus barcos o a tomar la última a alguno de los pubs del puerto. Nos fuimos andando al Sailor´s, dónde la fiesta continuaba con una alta concentración de navegantes con ganas de despedirse por todo lo alto del resto de marineros y capitanes con los que habían compartido semanas de vida marinera en el Muelle Deportivo de Las Palmas. Al día siguiente todos se medirían en la regata pero esa noche se exhalaba amistad y camaradería por doquier. Brindis marineros, por proa y por popa, por babor y estribor en decenas de idiomas, un llamamiento a los buenos vientos y mejor mar. Entre risas, abrazos y consejos de última hora, poco a poco el Sailors se fue quedando sin clientes y nuevas gorras marineras se quedaron allí para adornar sus paredes como mandaba la tradición de aquel mítico bar.
Nos fuimos a tomar la penúltima a una discoteca de la ciudad. Aquella noche no había quién nos acostara y después de recolectar algunas copas de cristal llegamos al barco bien entrada la noche. Con Gianluca y con Giampa habíamos creado un tándem perfecto, algo más que una amistad empezaba a nacer entre nosotros.
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