Opinión
La escuela pública: hacer barrio y hacer democracia desde el aula

Por Esteban Álvarez León
Portavoz de educación del GPS en la Asamblea de Madrid
Hay algo que pasa desapercibido hasta que falta: la escuela pública. Puede que no tenga la fachada más bonita, ni las instalaciones más modernas, pero cuando está, lo cambia todo. Y cuando no está, la ausencia pesa. Porque la escuela pública es mucho más que un lugar donde aprender a leer, sumar o saber quién fue Galileo. Es un lugar de encuentro donde se construye comunidad cada día. La educación pública es un elemento fundamental de cohesión social. Por eso, ahora que estamos en el período de admisión en escuelas, colegios e institutos, es el momento de defender los centros públicos e incorporarnos a su comunidad educativa.
A menudo, cuando se habla de educación, pensamos en leyes, currículos, evaluaciones… Pero más allá de eso, la escuela pública es antes que nada la posibilidad de que todos y todas, vengan de donde vengan, tengan la oportunidad de construir su vida, de que ningún niño o niña se quede atrás por no tener recursos, por venir de otra cultura o por vivir en un barrio olvidado
Hay historias que nos recuerdan de dónde venimos. Barrios levantados a pulso por familias trabajadoras, donde las casas eran chabolas y el agua corriente llegaba mucho después que los sueños. En esos rincones, donde todo faltaba, la lucha por una escuela no era un lujo, era una necesidad. Porque si no hay escuela, no hay futuro. El barrio de Palomeras Bajas, donde se encuentra hoy la Asamblea de Madrid, es un buen ejemplo de ello. Quienes crecimos allí, lo sabemos bien.
Levantar una escuela pública, aunque no lo parezca, es casi un acto de rebeldía. De los buenos. De esos que cambian las cosas desde abajo, sin ruido, pero con fuerza. Es decirle que sí a lo que nos une y a lo que nos diferencia, es decir que sí al respeto y a aprender de quien no piensa como tú. A lo justo. A que nadie se quede atrás solo porque le tocó nacer en un sitio complicado. A que aquí cabemos todos sin importar de dónde vinimos, quiénes son nuestros padres o cuánto dinero tienen. Al bien común. La justicia social y la igualdad de oportunidades y condiciones. Al final, se trata de eso: de hacer barrio, y hacer democracia desde el aula.
Los colegios públicos son más que horarios y temarios. Hay algo ahí que no entra en el boletín, pero se nota. Es lo que pasa en el patio, en la puerta, en las charlas entre familias. Están las maestras y maestros que, muchas veces sin los medios necesarios, sacan adelante a grupos diversos, complejos, con cariño y vocación. Están los niños, las niñas y los jóvenes, que aprenden, sí, pero también conviven, que escuchan, que entienden que hay otras formas de ver el mundo.
Y cuando una comunidad se organiza para defender su escuela, para mejorarla, para cuidarla, está haciendo algo mucho más grande que pelear por un edificio o una línea más de presupuesto. Está defendiendo su identidad, su dignidad, su derecho a existir.
No es casualidad que cuando se recortan presupuestos, una de las primeras víctimas suela ser la educación pública. Porque lo público molesta. Molesta a quienes prefieren convertir derechos en negocios. Molesta a quienes ven la escuela no como un lugar para formar ciudadanos críticos, sino como un espacio donde entrenar consumidores obedientes.
Pero la escuela pública resiste. Sobrevive. Porque hay gente que se deja la piel, que no enseña solo para aprobar exámenes, sino para para acompañar, para cambiar vidas a paso lento pero firme. Y eso, claro, no gusta a quienes no quieren que nada cambie.
En los pueblos más alejados, esos colegios donde estudian unos cuantos niños, cumplen una función que ningún algoritmo puede reemplazar. Son motor cultural, centro social, esperanza de vida. Hacen comunidad sin necesidad de grandes discursos. Con solo estar. Y eso lo sabemos bien quienes cada día llevamos a nuestros hijos a centros como el de Cabanillas de la Sierra, pequeño, pero nuestro.
Y cuando miramos hacia países que salieron adelante gracias a una apuesta firme por la educación pública —una educación con los pies en la tierra, ligada al entorno, al trabajo comunitario, al respeto mutuo— vemos que hay un patrón que se repite: la educación pública es el principio de una sociedad fuerte y solidaria donde cabemos todos y todas.
Por eso, defender la enseñanza pública no es nostalgia, ni romanticismo. Es urgencia. Es compromiso con el presente y con el futuro. Es entender que no hay democracia plena sin educación accesible, equitativa y de calidad. Y que ningún país puede avanzar si deja a una parte de su gente en el andén, mirando cómo pasa el tren sin poder subirse.
La escuela pública es mucho más que un edificio. Es ese lugar al que vas sabiendo que alguien te espera. Y eso, perdonad que insista, no se compra ni se vende.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.