Viajes
Las ciudades perdidas que todavía no han sido encontradas
Todavía quedan misterios por desvelar para los viajeros. Las ciudades perdidas siguen siendo un misterio para todos los amantes de las leyendas regionales
Apelando al ego de cada individuo, quiero pensar en qué debe sentir uno al descubrir una ciudad perdida. Al raspar la tierra seca y destapar el tejado del primer edificio, al cortar la última liana que traba su camino y vislumbrar, semejante a un altar antiguo, el primer edificio. Aunque descubrir una ciudad perdida no implica únicamente una retahíla de honores para el explorador, es también devolver miles de vidas al mundo de la realidad. Piénsalo. Las ciudades de leyenda no son la única parte del mito, también entran sus habitantes y sus costumbres, su cultura, sus enemigos, incluso qué tipo de perros callejeaban por sus aceras, todos ellos temerosamente escondidos tras el velo del misterio y a la espera de que alguien grite al mundo: ¡existieron! Una vez descubierto ese primer tejado comienza una laboriosa tarea para destapar otras propiedades abstractas de la ciudad, aquí una vasija con trazas de cierta especia, allí un mosaico a medias explicando una batalla que hasta hoy fue desconocida.
Una ciudad perdida, ya lo sabemos, son ladrillos y vidas escondidas en la mitología. Al descubrirse los edificios se catapultan estas vidas a los libros de Historia. Y este ansia deliciosa del hombre por conocer, ha llevado a la búsqueda de ciudades perdidas desde la Antigüedad hasta nuestros días. Ankor, Petra, Ur y Machu Picchu son algunas de las que ya fueron encontradas, y cada pocos meses suele salir en las revistas especializadas el descubrimiento de nuevos asentamientos. Pero quedan un buen puñado de ellos, quizás los más interesantes, por encontrar.
Atlántida
Puede que este sea el más famoso ejemplo de las ciudades perdidas. El origen de su leyenda se remonta al filósofo Platón, a partir de sus diálogos de Timeo y Critias, en los que Critias - discípulo de Sócrates - narra la historia que le contó su abuelo tras haberla escuchado contar a Solón - un legislador ateniense - que a su vez había aprendido el destino de la ciudad perdida en boca de unos sacerdotes egipcios. De boca en boca pasó a los textos del filósofo ateniense y desde allí a la posteridad. Hablan de una ciudad poderosa, quizás la más poderosa que conoció el mundo hasta aquellas fechas, ubicada en una gigantesca isla al oeste de Europa. Su poderío militar y económico llevó a que conquistasen Europa occidental y el norte africano, hasta que Zeus, dios del trueno, indignado por la soberbia y la avaricia de aquellos hombres, decidió enviarles un castigo divino. “En un día y una noche terribles” inundó la ciudad y la catapultó a las profundidades del océano, en torno al noveno milenio antes de Cristo.
Desde entonces y hasta ahora, la búsqueda de la Atlántida (que tras tantos años sumergida es probable que ya sea polvo del polvo) ha traído de cabeza a exploradores y teóricos de todo el globo. Incluso se celebraron congresos sobre las hipótesis de la Atlántida en los años 2005, 2008 y 2010, todos ellos en Grecia. El esoterismo también ha sido profundamente influenciado por la posibilidad de esta ciudad.
Algunas de las teorías son en realidad excitantes. Ignatius Donnelly, escritor y congresista estadounidense, llegó a afirmar que la semejanza entre las civilizaciones sudamericanas y egipcias se debía a un nexo en común que sería precisamente a ciudad de Atlántida, y fue más allá al afirmar que era en esta isla donde crecieron los primeros hombres. José Pellicer de Ossau, historiador español, basa sus conclusiones en que Platón localizó la ciudad perdida muy cerca de las Columnas de Hércules, y nombra a los misteriosos tartessos como herederos de la Atlántida. Pero siendo sinceros, la ciudad nunca ha sido encontrada, y bien puede permanecer oculta el resto de su existencia, si es que llegó a existir. Es más probable que la ciudad se creara, prosperara y destruyera en los límites de la mente de Platón, y que esta no sea más que una bonita analogía para expresar cómo la soberbia puede llevar a la perdición de los hombres.
Lyonesse
Conocemos la leyenda del Rey Arturo y no hace falta detenerse demasiado en ella. El rey de Camelot, su espada Excalibur y los caballeros de la Mesa Redonda gobernaron mano a mano con la magia de Merlín las islas Británicas, y dedicaron sus vidas a la búsqueda del honor, el Santo Grial, y de Ginebra cuando escapó con Lancelot. Cada pocos meses, coincidiendo con las estaciones frías, Modred y Morgana atacaban el reino y traían de cabeza a Arturo. Se dice entonces que la magnífica ciudad de Camelot se encontraba asentada en un pedazo de tierra, rico y próspero y codiciado por toda clase de hechiceros oscuros, en el extremo suroeste de Inglaterra. El nombre es Lyonesse.
Es habitual encontrar nexos en común entre las ciudades desaparecidas. Muchas de ellas perecieron con motivo de terribles castigos divinos, como ya hemos visto con la Atlántida y en la Biblia con Sodoma y Gomorra, por poner unos pocos ejemplos. Aunque a veces me pregunto, en las horas de reflexión fantasiosa, ¿por qué será que se menciona tantas veces un diluvio apocalíptico? Lo hicieron la Biblia y Platón, los incas y mexicas, los chinos con el mito de Gun-Yu, los hindús, también. Todos los casos vienen relacionados con la cólera divina y se encuentran peligrosamente cercanos en la línea del tiempo, casi siempre en torno al tercer milenio antes de Cristo. Y a esta cola aparentemente interminable de leyendas sobre diluvios se añade la desaparición de Lyonesse. También como castigo por los pecados de su ciudad, tras morir el Rey Arturo.
La explicación que se da a su desaparición, a manos de este diluvio, procederá con toda probabilidad de los mitos anteriores de la Biblia o Platón. Aunque sí se rumorean ciertas leyendas. Dicen los habitantes de esta parte del mundo que cuando la marea baja lo suficiente, pueden apreciarse muretes de piedra construidos por manos humanas, y los buceadores que han merodeado por la zona aseguran haber encontrado objetos de oro. ¿Es Lyonesse mito o realidad? Las teorías más reconocidas tantean la probabilidad de que se trate de una zona hundida por las crecidas del océano en torno al III milenio antes de Cristo - para variar - mientras que el Rey Arturo, si existió, fue un gobernante posterior a la época romana.
El Dorado
Buscar la ciudad del oro en el norte de Sudamérica debió ser para los exploradores europeos algo así como un Clásico Madrid - Barcelona. No eras nadie en el mundo de la exploración si no lo habías buscado y, como mínimo, habías provocado la muerte de medio millar de hombres y la locura de otros tantos. Alonso de Alvarado (asesinado en la sublevación de Cuzco), Francisco de Orellana (defenestrado por la Corte tras su expedición), Hernan Pérez de Quesada (partido por un rayo en su camino al destierro), Felipe von Hutten, (decapitado por orden de Juan de Carvajal), Pedro de Ursúa (asesinado por Lope de Aguirre) y Lope de Aguirre (asesinado por sus hombres), Pedro Malaver de Silva (asesinado por indios caribes junto a dos de sus hijas), Diego Hernández de Serpa (muerto por herida de flecha durante una emboscada), Juan Ponce de León II (muerto por causas naturales y ya anciano en su cama, el único), Gonzalo Jiménez de Quesada (muerto de lepra en San Sebastián de Mariquita), Antonio de Berrio (fallecido por las enfermedades y el hambre durante su tercera expedición) y Sir Walter Raleigh (ejecutado a su vuelta a Inglaterra por atacar sin permiso posiciones españolas) son los nombres más sonados entre quienes buscaron la ciudad perdida.
Las escalofriantes y violentas muertes que sufrieron cada uno de ellos, permite pensar que aquellos años fueron en extremo frágiles para la vida o que, más bien, una maldición persigue a los hombres que pretendan buscar el Dorado. Porque el origen de su leyenda es tan inverosímil que uno se pregunta cómo pudo llevar al final de tantas vidas y al gasto de tanto dinero. Ocurrió cuando Panquiaco, un indio de las tierras altas del Perú, se molestó al ver la codicia de los soldados españoles tras regalarles un poco de su oro y, dando un golpe contra la mesa, gritó algo así como: “Si hubiese sabido que ibais a pelearos de esta manera por el oro, no os lo habría dado, pero si tanto os interesa, os enseñaré una tierra donde os hartaréis de él.” Los españoles le acribillaron de inmediato a preguntas sobre este maravilloso lugar, a lo que Panquiaco contestó que estaba a seis jornadas de camino en esta o aquella dirección. Lo que en la lengua actual se traduce como: “por ahí”.
Cada explorador en busca de El Dorado creyó haber encontrado indicios del mismo tras conversar con los aborígenes que encontraban en su camino, pero debe reconocerse que las respuestas de estos eran de una fiabilidad dudosa. ¿Cómo contestarían si un hombre enfundado en acero y con poder para escupir fuego les preguntaba por una rica ciudad? Contestaban, con el comprensible susto en el cuerpo, lo primero que les quitara de encima a los conquistadores o, en todo caso, la dirección de la ciudad que en cada uno de sus territorios se considerase como la más poderosa. Pero los conquistadores estaban cegados por el deseo de encontrar la legendaria ciudad, no se pararon a considerar estas opciones, y jaleando a sus hombres se internaban de vuelta en la espesura.
Kítezh
Algunas ciudades se adentran con tanta profundidad en los terrenos de la leyenda, que pararse siquiera a considerar su existencia puede parecer una pérdida de tiempo. Pero, ¿por qué no hacerlo? Como mínimo, puede arrancarnos unas horas del aburrimiento y llevarnos a soñar. Tal es el caso de la ciudad rusa de Kítezh, que dicen solo se presenta a los ojos de los que tengan un corazón puro.
La leyenda es tan sencilla en sus primeras líneas que puede hacernos creer que en realidad pudo existir esta ciudad. Cuenta que el príncipe George Vsevolodovich, señalado por los expertos como un seudónimo de Yuri II, mandó construir a las orillas del lago Svetloyar la ciudad más rica y hermosa que hubieran visto sus ojos. Las fechas oscilan en torno al siglo XII. Aquí acogió a monjes cristianos de todo Rusia para convertir la ciudad en un centro religioso y espiritual, rodeada por murallas blancas y moteada por cúpulas de oro. Pero lo puro, lo limpio, se mantiene de esta forma durante un periodo de tiempo escaso. Antes de que la ciudad cumpliera su primer siglo, conquistadores mongoles bajo el mando de Batú Kan oyeron hablar de ella y galoparon para someterla.
Hasta aquí, nada parece extraño. La fantasía comienza cuando los mongoles alcanzaron la puerta de la ciudad y comenzaron a vitorear con el frenesí previo a la batalla, inundando de terror los corazones de los pacíficos monjes que habitaban Kítezh. Se pusieron de rodillas, juntaron las manos y rezaron a Dios por su intervención. Y la leyenda se ramifica. Algunos textos afirman que la ciudad desapareció misteriosamente frente a los ojos de los asombrados mongoles, y otros dicen que el Svetloyar creció hasta devorarla, siendo las cúpulas doradas la última imagen que Batú Kan y sus hombres tuvieron de ella. En cualquier caso, nadie la ha vuelto a ver.
Las expediciones en su búsqueda se han realizado hasta 2011, cuando Evgeny Chetvertakov encontró restos de un asentamiento datado de la misma época y dilapidado por los mongoles. En su opinión, el triste final de esta ciudad que desapareció, no por la mano divina sino por la mano conquistadora, es el origen de la leyenda de Kítezh. Pero todavía hoy los lugareños afirman que durante las noches claras pueden escucharse los cánticos de los monjes, y extrañas luces como de una procesión alcanzan a verse salir del lago.