Viajes
El Castillo de Drácula, ¿mito o realidad?
En las oscuras tierras de Transilvania se alza un castillo blanco plagado de misterios. Es conocido como el Castillo de Bran, y en él se inspiró Bram Stoker para ambientar su novela de Drácula. Hoy es un preciado destino para turistas de lo terrorífico procedentes de todo el mundo.
El mito
Los bosques del Cárpatos en Rumanía poseen cierto aire de misterio. Los árboles de frondes oscuros se enzarzan los unos con los otros para frenar el paso de la luz al suelo, el suelo húmedo y lleno de vida. Las montañas rocosas se levantan como estacas de piedra en un lecho de bruma. Durante la noche, generalmente encapotada por densas nubes dispuestas a liberar su carga, las estrellas están escondidas, solo la luna se atreve a asomar el rostro en contadas ocasiones. Al viajero fanático de las leyendas de terror le embarga aquí una placentera pero escalofriante sensación de negrura. ¿Qué habrá más tenebroso que visitar un cementerio en la propia región de los muertos?
Esta es la tierra de los hombres lobo atormentados, vampiros sedientos de sangre virgen, fantasmas perdidos en la frontera de la vida. Las continuas incursiones de romanos, hunos, tártaros, mongoles y eslavos regaron su tierra de sangre, abriendo la puerta a futuras leyendas de terror. Especialmente famosa es la historia de Vlad El Empalador, figura de la que se serviría el novelista inglés Bram Stoker para escribir su famosa novela Drácula. El príncipe de Valaquia fue conocido y temido por amigos y enemigos debido a su sangrienta crueldad. El propio sultán Mehmed II (el conquistador de Constantinopla) procuró apresarlo en diferentes ocasiones con escaso éxito, y sus tropas otomanas sufrieron terribles bajas a manos del ejército de Vlad, hasta la batalla final en las puertas de Bucarest, en la que el gobernante valaco fue asesinado.
Las ansias de sangre de Vlad Drácula le llevaron a encontrar cierto gusto en empalar a sus enemigos, a todos los que echaba el guante, y a los emisarios de naciones contrarias también solía darles su receta casera de jarabe de palo. Es por eso que corre el mito de que hay un castillo en Transilvania donde vivió el monarca durante los años anteriores a su primer encierro en Budapest. Turistas de todo el mundo acuden a visitarlo, para palpar las mismas paredes que tocaron sus manos ensangrentadas.
El mito se queda en la estacada
Es habitual, cuando tratamos leyendas antiguas que han pasado de boca en boca entre los asustados lugareños de una región devastada, que la verdad y el mito se enmarañen entre ellos hasta hacer casi imposible distinguir la realidad de la ficción. Lo mismo ocurre con el castillo de Bran. El Conde Drácula nunca habitó entre sus paredes. Aunque no existe siquiera constancia de que pisara su suelo, sí es posible que pasara allí dos días en su camino para ser encerrado en Budapest. Pero no lo hizo en las pequeñas habitaciones que pueblan el castillo, sino más abajo, más oscuro, en las frías mazmorras que albergan sus sótanos.
Desenmascarada la leyenda, urge profundizar aún más, salirse de las vampirescas tiendas de souvenirs y observar con un nuevo filtro la apacible tierra de Transilvania.
La realidad
El Castillo de Bran posee otra historia, quizás menos sangrienta, pero desde luego más rica. Construido por la Orden Teutónica tras su derrota en la Cuarta Cruzada y reconstruido por Luis I de Hungría, ha sido hogar durante siglos de diversos miembros de la familia real rumana, entre los que se encuentra la famosa reina, María de Edimburgo. Esta increíble mujer fue la causa de que Rumanía declarase la guerra a Alemania durante la Primera Guerra Mundial, tras insistirle durante meses a su marido, el rey Fernando I. Asimismo, sirvió durante el conflicto de forma activa como enfermera, junto con sus hermanas, mientras el resto de la Familia Real se escondía en los escombros de Bucarest.
No hay hombres lobo sueltos por los montes. Hay hombres y lobos, cada uno por su lado y procurando no cruzarse en el camino del otro. Los primeros viven en agradables pueblos situados en los valles, los segundos sobreviven violentamente a los cazadores furtivos. Más grandes y pesados que el lobo ibérico, estas magníficas criaturas son prácticamente imposibles de ver, debido a que se han retirado a las zonas más alejadas de la civilización en busca de nuevos territorios de caza.
Tampoco debe confundirse la tranquilidad de los habitantes de Transilvania con la posible presencia de espíritus. Conduciendo por la carretera que lleva al Castillo de Bran es habitual cruzar pequeños pueblos en un silencio casi absoluto, y adelantar suavemente viejos carromatos con caballos de tiro y perezosos rebaños de vacas. Será durante el festival de Tanjeaua de pe Marna, o el festival de verano de Sanziene, cuando los locales se vistan de fiesta y hagan todo el ruido que no quisieron hacer a lo largo del año. Estas fiestas son realmente divertidas para cualquier visitante, que engañado por los mitos y leyendas se verá rodeado de una inmensa algarabía, y será víctima de la ancestral hospitalidad rumana.
A falta de ajo, bueno es lo gótico
Las localidades de Brașov, Sibiu y Cluj-Napoca permiten al visitante conocer un lado más real de Transilvania, más humano que los chupadores de sangre. Poseen una rica arquitectura gótica, a semejanza de viejas películas de terror, y uno se pregunta qué vino antes, si dichos filmes o los ancestrales edificios. La respuesta ya la sabemos: condicionados por las leyendas que nunca ocurrieron, el cine ha hecho suya una región llena de amor para convertirla en una terrible y oscura.
Esto no convierte Transilvania en un destino desechable para nuestras vacaciones. Al contrario, ahora podremos recorrer estas tierras de leyenda a sabiendas de que el mito vive separado de la realidad. Igual que dejamos nuestra imaginación sumergirse en lo terrorífico durante la noche, nuestro cuerpo disfrutará de una alegría inconcebible lo que dura el día.