Valencia
Rafael encumbra el toreo al Olimpo y Manuel le vende su alma
Irrepetible mano a mano con dos héroes capaces de lo imposible con la corrida de Miura en la última de la Feria de Julio
Valencia. Última de la Feria de Julio. Toros de Miura, desiguales de presentación y algunos terciados. El 1º, de media arrancada, mirón y orientado; el 2º, sobrero de El Ventorillo, noble y descastado; el 3º, buen toro, fiero, con motor y repetición ; el 4º, paradote y deslucido; el 5º, bronco, con mucha movilidad y repetición, buen toro; y el 6º, descastado, sin querer empujar en el engaño. Más de media entrada.
Rafaelillo, de turquesa y oro, pinchazo, aviso, media caída, tres descabellos (saludos); buena estocada, aviso (oreja); y cuatro pinchazos, estocada (vuelta al ruedo) .
Manuel Escribano, de azul marino y oro, pinchazo, estocada (saludos); estocada desprendida (silencio); y estocada (oreja) .
Sorprendente fue el comienzo. Y no teníamos ni idea de lo que vendría después. La de Miura congregó en Valencia un público peculiar, distinto, no todo valía, porque no todo debe valer para que el espectáculo siga siendo sublime. Si no... Si no no hay argumentos para mantenerlo en pie. Más allá de lo auténtico estamos muertos. La de Miura asustaba de antemano por muchos motivos. Por millón de matices ilegibles incluso para los expertos, por su carácter cambiante y un ritmo tan peculiar en la arrancada... De ahí que ya empezáramos a golpe de lexatín para calmar las ansias de aproximarnos a lo inverosímil. Rafaelillo no tuvo tiempo que perder y se fue a portagayola. Qué torero tan grande cabe en cuerpo tan ligero. Resolvió ese misterio inalcanzable para la mayoría, aunque el susto vino después en un traspié sin perdón (cogido) y perdonado (sin herirle). Acabó en anécdota como tantas cosas de la tarde que fueron arrasadas por las emociones. Lo que vino después fue para privilegiados, para volver a convencernos de que no estamos locos, de que otra vida es posible y que si la Fiesta sigue viva son por tardes así. Maquillemos el resto como queramos. El toro tenía las embestidas medias y contadas, pero ahí no estaba todo. En el embroque con ese Miura cabía una tauromaquia entera. Mil y una incógnitas que desvelar en décimas de segundo e imposible pasar por alto esa mirada, ese sorteo constante, a cada paso, que ponía en el infinito el milagro de pasar por su lado sin hacerle presa. Lo que hizo Rafaelillo fue de tener, primero el valor de cemento armado, y segundo una torería impresionante para no perderse ante la adversidad y no hacernos renunciar al toreo. Lo sublimó con el tercero. Quizá la recompensa al trago pasado sin hacer un aspaviento, dentro de la austeridad del que no necesita engañar a nadie porque va con la verdad. El miura tuvo fiereza, movilidad y repetición, en el marco de este hierro fue buen toro, sobre todo por el pitón zurdo y lo mostró y mantuvo ya de salida en los lances de recibo. La apuesta de Rafaelillo, don Rafael a partir de ahora, fue apoteósica. Alcanzó la magia del toreo con un embroque de descomunal calado e importancia, vertical y con el pecho, sin esconderse, entregando cuerpo y alma. Imposible perder el hilo de la faena, que tuvo la sonoridad de las melodías inolvidables. La estocada tardó en caer y por poco le racanea el presidente un trofeo cuando otros días con la mitad se les cae y por partida doble. Había más. Hubo un quinto de buena nota también, bronco pero repetidor y agradecido. Imponente la puesta en escena del torero. El mismo que nos deleitó en Madrid. Remates de altos vuelos nada más comenzar, relajo, como si el cuerpo se le viniera abajo para elevar el toreo a lo sublime. Allá al olimpo. Olvidarse de la materia y arrastrarnos a esa marea desgarradora en la que todos queríamos estar. La historia se repitió. La espada no entró. Una y otra vez. No ha habido puerta grande en la feria con la fuerza de la vuelta al ruedo de Rafael. Y difícil será superarlo.
Manuel Escribano sobrecogió, de verdad, cuando te agarra ese momento al estómago y te deja reventado. Las cosas no le habían rodado, con un sobrero segundo de El Ventorrillo y un Miura cuarto descastado y con poco en claro. Dio todo. Por demás. En la puerta de chiqueros y con las banderillas y mediada la faena al sexto, que tampoco fue gran cosa, se inmoló, se desprendió en pleno arrebato de pundonor torero, incomprensible ante los caminos del miedo, de la muleta y a merced ya del toro le cogió de forma espectacular. Está vivo de milagro. Así puede contarlo y festejarlo. Pero dio la sensación en este mundo de locos que al vender su alma recuperaba el espíritu. Nos dejó sin palabras. Lo del trofeo es un número. Que se fueron como dos héroes de la plaza sí es una realidad.