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Obsesionados con desaparecer
Si Albert Einstein no hubiera dado con su célebre fórmula E=mc2, aquella que fija la equivalencia entre masa y energía, difícilmente «Fat Man» y «Little Boy» habrían arrasado Hiroshima y Nagasaki. No pasó un día sin que el Nobel de Física se arrepintiera de haber inspirado la creación de la bomba atómica. Y de paso, nos brindó una valiosa lección: toda invención es un arma de doble filo. Adelantándose al genio alemán, la cultura popular siempre se ha empeñado en agitar nuestras conciencias, recordarnos que, por mucho que nos hayan guiado los principios más nobles, la luz que arroja nuestro conocimiento puede cegarnos. La invisibilidad no ha sido una excepción. Porque siempre hemos querido, aunque sea por un día, volvernos invisibles. Pero, ¿para hacer qué? Elijan un bando. Por un lado tienen al bisoño Harry Potter, sin cuya capa de invisibilidad poco podría hacer frente al pérfido Lord Voldemort. Y aunque no «peguen» como pareja, imaginen a Daniel Radcliffe uniendo fuerzas junto a la escultural y mutante Jessica Alba, la «mujer invisible» de «Los cuatro fantásticos» (2005). Un voto a favor: los «doctores muerte» de turno, cuanto más lejos, mejor.
Pero adentrémonos en el lado oscuro. Preguntemos al «mad doctor» de «El hombre invisible (1933). ¿Qué es lo que más valora de su recién adquirida condición? «Poder. Poder para caminar sobre las bóvedas de oro de las naciones, dentro de los secretos de los reyes (...) El poder de hacer huir a multitudes gritando de terror con el toque de mi dedo meñique invisible. Incluso la Luna se asustará de mí». Un voto en contra. Y es que la adaptación de la novela homónima de H. G. Wells y los sucesivos «remakes» –como «El hombre sin sombra» (2000), donde el protagonista más que poder busca sexo– hacen buena la célebre cita de Oscar Wilde. «Ten cuidado con lo que deseas porque podría convertirse en realidad». Dicho esto, ¿quién se ofrece voluntario?
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