Asuntos sociales
El instinto paternal sí existe
La ciencia constata que los hombres están químicamente diseñados para sentir deseos de cuidado hacia sus criaturas.
La ciencia constata que los hombres están químicamente diseñados para sentir deseos de cuidado hacia sus criaturas.
Si existe algún instinto que sea universal y perpetuamente impreso en los animales y en nosotros, puedo decir que, a mi juicio, tras el afán que tienen los animales por su conservación y por evitar lo nocivo, ocupa el segundo puesto el amor que engendran por su prole». Lo dijo Michel de Montaigne en sus «Ensayos» y la frase no puede ser más vigente. Porque hoy la ciencia sabe que existe un instinto paternal del que cada vez comenzamos a tener más constancia: que la figura paterna es clave insustituible en la educación de la prole y que para el hombre contemporáneo convertirse en padre forma parte fundamental de su pleno desarrollo.
De entre todos los cambios sociales de los que hemos sido testigos los ciudadanos nacidos en el siglo XX, probablemente, el más inadvertido pero imparable sea la reivindicación del hombre como padre, en igualdad de facultades, condiciones, capacidad de influencia y sacrificio que la madre. La paternidad responsable, el celo paterno, la presencia del padre han pasado a formar parte de las prioridades máximas del hombre moderno.
Crecen, se miren como se miren, las estadísticas, los padres comprometidos en todas las modalidades: dentro del matrimonio, en soltería, como parte de una familia en segundas nupcias, heterosexuales y homosexuales, jóvenes y maduros, solos y acompañados, casados y separados. Y el número crece a pesar de que en ocasiones las cosas no han sido fáciles. Porque, si es cierto que la conciencia paternal del hombre contemporáneo ha impregnado prácticamente todas las actitudes personales, también lo es que nuestra sociedad, nuestras leyes y nuestros medios de comunicación no parecen haber experimentado la revolución necesaria para acogerlos en su seno. Durante décadas, las legislaciones de conciliación familiar, las leyes de divorcio, los contenidos de las revistas de familia, los comentarios sobre la paternidad de hombres famosos han confinado la función paterna a lo que la antropóloga Margaret Mead llegó a llamar «práctica muerte civil del padre».
Resucitada felizmente esta figura, no está de más seguir reivindicando el crucial papel que debe jugar en nuestra cultura. Aunque solo sea porque el instinto paternal, como el maternal, también existe y perdura en tiempos en los que ninguno de los dos son políticamente correctos.
No es que sea sólo cuestión de hormonas; pero es también cuestión de hormonas. Cada vez son más los datos científicos que demuestran que el macho de la especie humana está químicamente diseñado para sentir deseos de cuidado hacia sus crías. Desde el punto de vista del hombre actual, debería resultar reconfortante la constatación de que existe el instinto paternal y que la naturaleza masculina también tiene sus peculiaridades intransferibles durante el embarazo, el parto y la crianza.
Hasta hace bien poco, el instinto de guarda de la prole parecía un terreno exclusivo de la mujer. Al menos esa era la desconcertante idea que subyacía tras un secular reparto de roles más anclado en prejuicios espontáneos que en evidencias científicas. Y es muy probable que ese sesgo acientífico esté en la base de muchas de las arrogaciones de derechos y obligaciones que hombres y mujeres seguimos reproduciendo insensatamente. Pero he aquí que hay un buen número de investigaciones científicas empeñadas en demostrar que la biología del macho humano también le prepara para el cuidado de la descendencia. Antes incluso de que llegue.
Aunque parezca increíble, el ciclo de vida de algunas hormonas masculinas varía cuando la pareja está embarazada. La testosterona es una sustancia muy masculina: se encarga de generar los rasgos físicos del macho (como la barba, el mentón prominente y los caracteres sexuales específicos). Cuando los hombres convivimos con nuestra pareja embarazada los niveles de testosterona en sangre bajan considerablemente al tiempo que crecen los de otras hormonas como el estradiol, que pertenece a la familia de las hormonas sexuales femeninas. En otras palabras, que la docta naturaleza nos va preparando para lo que se nos avecina haciendo acopio de todas las dosis químicas de ternura que es capaz de administrar. Menos testosterona y más estradiol, o sea, menos agresividad, competencia y fuerza física; y más sensibilidad, ternura y emotividad.
Para colmo, estos cambios hormonales generan en algunos hombres síntomas parecidos a los de la mujer embarazada: nauseas, falta de apetito, comportamiento caprichoso. El futuro papá se vuelve sensible y antojadizo.
Los glucocorticoides, hormonas de la familia del cortisol, varían considerablemente cuando el hombre sabe que va a ser padre. Se ha demostrado que las personas que viven en pareja estable presentan menores niveles de esta sustancia que las que viven solas. En el último mes de embarazo de la mujer, se aprecia un incremento en la cantidad de glucocorticoides de su compañero, quizás como respuesta al aumento del estrés y la aprehensión propios de esos momentos tan trascendentes para su vida.
Además de estos cambios, el cuerpo del varón que va a ser padre experimenta otras transformaciones relacionadas con el estado de su pareja. Por ejemplo, un estudio de la doctora Anne Storey, de la Universidad de Newfoundland en Canadá, ha demostrado que los pre papás sufren un aumento de las cantidades detectables de prolactina. La doctora Storey especula con la posibilidad de que el estado de gestación de la mujer genere ciertas señales que indican al cuerpo del varón que ha de prepararse para tener una criatura en casa. La testosterona, mientras tanto, desciende para favorecer un comportamiento menos agresivo y menos sexual en el varón, mientras los cortisoles y las prolactinas preparan el terreno hacia un temperamento más tierno y solícito. ¿Qué tipo de señales recibe el hombre para generar estas reacciones? Según Storey, es posible que se trate de estímulos olfativos enviados a través de las feromonas o, simplemente, de cambios en el comportamiento de la mujer que dan las claves a la bioquímica del varón.
Los hombres tenemos que reclamar el derecho a que se satisfaga el imperativo biológico que nos impulsa a identificar el olor de la piel de nuestras crías y a amar cada imperfección del cuerpo embarazado de nuestra compañera. Un imperativo biológico que bien podría esgrimirse en cada uno de los momentos en los que nuestra vida va a enfrentarse a las diferentes etapas de la paternidad. En cada uno de esos momentos la justificación de la presencia del hombre puede perfectamente yacer en un instinto biológico que ahora empezamos a comprender a la luz de la ciencia. Y también, por qué no, en otros avatares de la vida que, no por dramáticos, dejan de ser demasiado habituales: en la decisión última de aborto, en el mantenimiento de los derechos y obligaciones de progenitor tras el divorcio, tras el abandono o la viudedad. También entonces el padre ve justificado, si quiera por la fuerza evolutiva de los genes, un deseo cada vez más irrefrenable de alzar la voz, de opinar, de reclamar para sí lo que la naturaleza le ha dado y las leyes no deberían desear quitarle. Y de algún modo, la sociedad del siglo XXI debería comenzar a encontrar un hueco de dignidad para ese papel hoy subyugado al añejo mito de la no-paternidad.
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