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Eutanasia

El doctor Olalla, el «ángel de la muerte» de Alberto

El médico tendrá que declarar por sedar a un enfermo de ELA hasta causarle la muerte. Ya tiene una condena por un caso similar

Fernando Marín Olalla es presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente de Madrid larazon

El médico tendrá que declarar por sedar a un enfermo de ELA hasta causarle la muerte. Ya tiene una condena por un caso similar

Alberto y Krystina se enamoraron en 2011 como dos colegiales. Ella, viuda, y él, divorciado con dos hijos, decidieron que no tenían tiempo que perder y se casaron poco después. Estaban poseídos por esa maravillosa felicidad adolescente que les hacía caminar unos metros por encima del suelo. La dicha se evaporó de golpe en la consulta del médico el día que éste le diagnosticó ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) a Alberto. La enfermedad les obligó a replantearse la vida. A pesar de la medicación, el cuerpo de Alberto fue degradándose y, como si de un motor viejo se tratara, dejó de carburar. El hombre resolvió que en esas condiciones no quería vivir, pero su mujer, agarrada a sus profundas convicciones religiosas, se negó a colaborar. Alberto no cedió en su empeño y al final encontró a un médico que le prometió que le ayudaría a morir. LA RAZÓN ha accedido en exclusiva al relato de aquellos días de sombras, pactos secretos y una inyección letal. La narración de uno de los protagonistas. Un testimonio que deberá repetir en el próximo juicio que se celebrará contra el médico y casi una docena de familiares de Alberto, incluidos sus dos hijos.

«En marzo de 2015», cuenta Krystina, «mi marido dejó de tomar la medicación para la ELA. ‘‘No merece la pena vivir así. Prefiero morirme’’, argumentó convencido. En agosto su hijo Javier trajo unos papeles de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Escuché cómo le decía a su padre que los de ese grupo ayudaban a morir a personas como él. Acudían a los domicilios, ponían una inyección y el corazón se paraba. A mi esposo le interesó mucho. Cuando se fue consultó en Internet, le gustó y comenzó a pagar las cuotas de socio. Un mes después alguien llamó a la puerta. Era un médico de la asociación. Dijo llamarse Fernando Marín Olalla, presidente de DMD Madrid. Este hombre explicó a mi marido que ellos ayudaban a las personas en su situación a morir con dignidad. Les ponían una inyección y, en un margen de entre doce y catorce horas, sufrimiento y vida llegaban a su fin. Me opuse. Soy profundamente católica y lo que aquel médico proponía iba en contra de mis principios. Además, también era una cuestión de legalidad. No sabía si estaba permitido en España, así que acudí a ver a Monserrat, mi médico de cabecera, para que me ayudara. Ella me prometió recabar información y me pidió que si Alberto tomaba la decisión de morir le avisase inmediatamente».

No tardó mucho en hacerlo. El marido de Krystina ansiaba morir. «Llama a Fernando, al médico, quiero hablar con él», le pidió aquella misma noche. «Me negué en redondo, pero él mismo contactó con el doctor y se organizó una reunión familiar», continúa su relato la esposa de Alberto. «En aquella visita estuvieron presentes el médico, Fernando, los dos hijos de mi esposo, Javier y Víctor, la novia de uno de ellos y Paloma, la hermana de mi marido. ‘‘Estoy muy mal. No puedo casi ni hablar, ni mover bien las manos’’, se justificó mi esposo. Le dije que quizá exageraba para convencer al doctor de que le suministrase la sedación. Nadie me hizo caso. El médico le preguntó: ‘‘¿Continúas dispuesto a seguir con la sedación?’’ La respuesta de Alberto fue tajante: ‘‘Por supuesto. Quiero morirme este mismo mes, el 21 de octubre, si no te viene mal’’. ‘‘Así se hará’’, confirmó el doctor de DMD. ‘‘Vendré personalmente a pincharte. Será una dosis potente de un somnífero. Te prometo que no te dolerá nada. En media hora te dormirás y unas doce horas después se habrá cumplido tu deseo’’, dijo dirigiéndose a los familiares que allí nos congregábamos. ‘‘Me llamáis, vengo y firmo el certificado de defunción, para que no haya sospechas’’. Al día siguiente, desesperada, regresé a la consulta de la médico de cabecera y le relaté lo sucedido. Me explicó que había averiguado que lo que pretendían hacer mi marido y ese doctor iba en contra de la Ley. ‘‘En cuanto acabe las consultas, me acerco a tu casa y hablo con él’’, me tranquilizó la médico. Llegó por la noche, durante la cena. Preguntó a Alberto cómo estaba y él respondió que mal, que la vida significaba sufrimiento y que se quería morir. ‘‘¿Estás pensando en que un médico venga a sedarte?’’, le preguntó la doctora de forma abrupta. A Alberto no se le escapó que la visita se debía a que yo le había chivado todo. ‘‘¡Eres una traidora! ¡En vez de ayudarme, me boicoteas!’’, me gritó. Le expliqué que la vida es un bien sagrado que no se puede quitar, y que además iba contra la Ley, pero no quiso escucharme. La doctora antes de irse me dio la razón, pero a Alberto le importaba poco. En su horizonte sólo estaba la muerte. Al quedarnos solos», continúa Krystina, «me dijo que estaba muy enfadado conmigo y que pensaba cambiar la fecha de la inyección letal. Le pedí que me dijera cuándo. ‘‘Eso a ti no te interesa. Ya no voy a hablar más contigo de este asunto’’, me respondió».

Al día siguiente Alberto le entregó una hoja a su mujer que había escrito en el ordenador con las instrucciones que debía seguir tras su muerte. «No pienso hacerte caso. Te amo con locura, pero también sabes que soy profundamente católica y estoy en contra de la decisión que has tomado. No puedo continuar así. Estoy agotada. Me voy de casa», le dijo Krystina. «Pues vete y haz lo que quieras», le contestó él lleno de rabia.

Krystina se sentía sin fuerzas, extenuada de luchar contra las manecillas del reloj que a ritmo constante avanzaban hacia la hora definitiva. Al salir de la casa, desesperada, llamó a su doctora de cabecera y le contó que se había ido del domicilio porque su marido persistía en la idea de poner fin a su vida y que le ocultaba la fecha de la inyección final para que no pudiera oponerse. «Has hecho bien. Me encargo yo de denunciar los hechos», respondió la médico. «Dos días después», cuenta Krystina, «Javier me llamó para decirme que mi marido había fallecido y que se habían llevado el cadáver al Cementerio Jardín. Me hundí. No paraba de llorar. Al final lo había hecho aprovechando que yo no estaba. Al llegar me encontré a toda la familia de mi esposo. Noté que estaban enfadados conmigo, quizá porque conocían cómo había sido el final de Alberto y me reprochaban no haber estado a su lado», recuerda Krystina. Al día siguiente su cuerpo fue incinerado.

En el parte de defunción firmado por el doctor Fernando Olalla se puede leer: «Fracaso respiratorio». También consta anotado: «No existe inconveniente para su incineración». A los agentes que investigaron el caso no se les escapa que de esta forma se eliminan las pruebas, ya que no se puede realizar ningún análisis en busca de las sustancias inyectadas ni es factible realizar una autopsia. Aún así, acumularon las suficientes pruebas que no dejan lugar a la duda. A Alberto lo sedaron con la connivencia de muchas personas y sobre todas ellas recaen cargos.

El que peor lo tiene es el médico de DMD, Fernando Olalla. Probablemente ingresará en prisión, ya que se declaró culpable de hechos similares durante un juicio celebrado en Avilés. LA RAZÓN ha tenido acceso a la sentencia fechada el pasado 24 de mayo en la que se le condenaba a dos años de cárcel por la suma de los delitos «de cooperación necesaria al suicidio», otro en grado de tentativa y un tercero «contra la salud pública». Además de la inhabilitación para ser médico durante seis meses. Si fuera considerado responsable, entre otras, de la muerte de Alberto, no tendría forma de escapar a la reclusión. La única duda que planea sobre el caso es: si se repasasen los certificados de defunción firmados por Fernando Olalla: ¿Se encontrarían más personas a las que haya ayudado a morir o estos son los primeros? LA RAZÓN se ha puesto en contacto con él, pero ha declinado responder a ninguna pregunta.