Opinión
Arrupe, a los altares
Este jueves terminó en Roma el proceso diocesano de beatificación
Treinta y tres años después de su muerte, Pedro Arrupe y Gondra (Bilbao 1987- Roma 1991) está más cerca de los altares después de que este jueves concluyera en la Ciudad Eterna el proceso diocesano de beatificación. Las actas pasan ahora al Dicasterio para las Causas de los Santos, que las examinará y emitirá el decreto que lo declare Siervo de Dios y Venerable.
Su biografía discurre en escenarios muy diversos: su ciudad natal donde concluyó el bachillerato, Valladolid, y Madrid, para estudiar medicina e ingresar en la Compañía de Jesús; exiliado en Bélgica, allí recibe la ordenación sacerdotal; en 1938 fue destinado a Japón y en la ciudad de Hiroshima fue testigo de la explosión atómica. El 22 de mayo de 1965 fue elegido prepósito general y vigésimo séptimo sucesor de san Ignacio de Loyola. Asiste a la cuarta sesión del Vaticano II y en el post concilio acompaña a sus hermanos jesuitas. A la vuelta de un largo viaje al Extremo Oriente sufrió una trombosis cerebral que le recluyó durante nueve años en la enfermería de la Curia General, donde falleció.
La figura del padre Arrupe es hoy reconocida universalmente como la de un hombre clave y profético en la historia de la Iglesia contemporánea. Su fidelidad a la letra y al espíritu del Concilio le concitó no pocas adversidades e incomprensiones incluso por parte de Pablo VI y Juan Pablo II, a los que, sin embargo, manifestó una filial devoción y una absoluta obediencia. Su amor a los pobres, su visión internacional, el diálogo con otras religiones para descubrir sus valores, la lectura de los signos de los tiempos y la audacia para responder a los desafíos de la modernidad sin apartarse nunca de la fidelidad al Evangelio caracterizaron su vida e inspiraron a los que tuvieron el privilegio de conocerle y tratarle, entre los que me encuentro.