Buenos Aires
Bergoglio y Ratzinger un «fair play» que viene de lejos
A pesar de ser los firmes candidatos a suceder a Juan Pablo II, ninguno de los dos imaginó nunca que se darían el relevo en la Santa Sede
¿Cuáles son las diferencias entre el alemán Joseph Ratzinger y el argentino Jorge Mario Bergoglio?¿En qué se parecen el Papa emérito Benedicto XVI y su sucesor, Francisco? Para responder a este doble interrogante se necesitarían muchas páginas. Intentaré en este artículo dar una respuesta sucinta a estas dos preguntas. Ratzinger ha pasado su vida entre libros y escritos teológicos. Primero como profesor de Teología Dogmática en las más prestigiosas universidades alemanas y perito del Concilio Vaticano II; después, desde 1981 a 2005, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Su único paréntesis pastoral fueron sus cuatro años como arzobispo de Múnich-Frisinga. Cuando, llegada la edad de la jubilación, su única aspiración era retirarse a su casa de Regensburg para continuar su labor investigadora del Espíritu Santo, a través de los cardenales, le eligió Papa pero no pudo renunciar del todo a su vocación y publicó los tres volúmenes de su biografía de «Jesús de Nazaret». De ella dijo el entonces arzobispo de Milán, el cardenal Carlo María Martini, que era el libro que a él, eminente biblista, le hubiera gustado escribir.
Bergoglio, llegado al solio pontificio a la edad de 76 años, dos menos que Ratzinger, tiene un recorrido existencial muy diverso del de su antecesor. Su existencia está ligada durante varias décadas a la Compañía de Jesús de la que fue provincial en Argentina a la insólita edad de 39 años. Tuvo que hacer frente a las graves tensiones que sufrió la orden en Argentina durante las turbulentas décadas que siguieron al Concilio Vaticano II. En 1992 el cardenal Quarracino, arzobispo de Buenos Aires, vio en él a su sucesor ideal y después de hacerle nombrar obispo auxiliar logró que Juan Pablo II le nombrase en 1997 arzobispo coadjutor con derecho a sucesión. Ésta se produjo un año después. Durante una década y media este jesuita cien por cien vivió su misión episcopal en toda su radicalidad: cercano a los pobres, amigo de sus sacerdotes, distante pero respetuoso de los poderes públicos, evangelizador ante todo.
Dibujadas en apresurada síntesis las dos biografías no pueden parecer más diferentes la una de la otra. Tan es así que en el cónclave de abril de 2005 el colegio de los cardenales al llegar a la tercera votación se encontraban divididos en dos bloques no uniformes pero sí capaces de impedir que cualquiera de sus dos candidatos llegase a la exigida mayoría de dos tercios. Eso hubiera obligado a un replanteamiento de las posiciones y a encontrar una candidatura de encuentro. No fue necesario porque en la pausa entre la tercera y la cuarta votación –hora de la comida del 19 de abril– Bergoglio se puso en contacto con sus «grandes electores» para que hiciesen caer su candidatura, abriendo paso a que Ratzinger obtuviese los votos necesarios para ser elegido Papa. Gesto de una extraordinaria nobleza y amor a la Iglesia pero del que no hizo nunca ostentación, ni siquiera se refirió a él en ningún momento. Bergoglio recibió la confirmación de que su gesto de generosidad era el que convenía a la Iglesia durante los ocho años del pontificado ratzingeriano pero, sobre todo, cuando el 11 de febrero de 2013 Ratzinger tomó la histórica decisión de renunciar a su misión como Pastor de la Iglesia universal. No se le pasó ni siquiera por la cabeza la idea de que sería él el sucesor. Pero así fue para gran sorpresa del mundo y de la Iglesia. Ahora bien, el curioso fenómeno que se ha producido es que biografías tan dispares han acabado confluyendo en un cauce común. Es lo que algunos llaman «continuidad» del papado y otros designan como «gracia de Estado», que logra cambiar las personalidades de quienes ocupan en la Iglesia y en la sociedad puestos de alta responsabilidad. Entendámonos: Benedicto XVI ejercía su misión con una ritualidad, una parafernalia y un rigor doctrinal que correspondían de modo absoluto a su forma de ser. No pretendió nunca imitar a Juan Pablo II que era un actor nato por excelencia. Francisco actúa de modo absolutamente diverso: todo en él es espontaneidad, expresión de su modo de ser (argentino sí,¿hay algún mal en ello?). Ratzinger, cuando hablaba, no podía olvidar sus raíces teológicas y los textos salidos de su boca o de sus manos son extraordinariamente densos y ricos. Bergoglio ha escogido ser directo, explícito, cercano a las gentes incluso en su modo de expresarse, de modo que algunas de sus expresiones son hoy de dominio público. Yo no acepto que se encierre al Papa alemán como en una vitrina de faraón distante e insensible pero desde luego no cabe duda de que Bergoglio le dobla en comunicación. Pero en lo fundamental estos dos papas del comienzo del tercer milenio de la historia de la Iglesia coinciden en todo lo esencial y ambos son herederos de Juan Pablo II y de Pablo VI, el Pontífice que recogiendo el legado conciliar de Juan XXIII supo llevarlo a término y enderezar el más difícil posconcilio en la historia bimilenaria de la Iglesia católica. Los católicos del dos mil podemos sentirnos orgullosos de haber conocido a tres papas que más distintos no podían ser el uno del otro, pero que han arado en el mismo surco abierto hace dos mil y pico años por Jesús de Nazaret.
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