Historia

José Jiménez Lozano

La televisión y las granjas

La Razón
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«Cuatro razones para eliminar la televisión», de Jerry Mander, un especialista en publicidad, publicado en USA en los setenta y aquí traducido en 1981, cuando llevábamos treinta años, señala como la primera de esas razones la de que sus adictos no diferenciarán la realidad de la realidad electrónica ofrecida en televisión, de la que dice que es esencialmente radio, mientras lo que se proyecta es simplemente imagen luminosa y fascinante que es lo que nos atornilla al asiento, y así fuimos informados de un hecho como el golpe de Tonkín, que nunca ha existido, aunque esto no puede llamarnos la atención ya a estas alturas. Los informadores fueron unánimes en aceptarlo como un hecho, y luego se dijo que ello había tenido su peso e importancia en las elecciones en que uno de los candidatos fue el luego presidente Johnson, algo que tampoco va a llamarnos la atención, y nadie lo comentaría siquiera, porque ya llueve sobre mojado, pero también porque esas afirmaciones sobre lo que ha influido, o no, en un resultado electoral, son gratuitas y absurdas más allá de una probabilidad más o menos racional. Pero la sola racionalidad de una deducción no puede ser una prueba

Lo que quería decir en torno a este asunto, suscitado por la lectura de un comentario sobre algunas trampas excesivamente gruesas de una televisión de USA, es que mi generación que convivió con la linterna mágica, el primer cine y la radio, sabía muy bien cuál era el mundo de la realidad y el mundo que se proyectaba y del que se hablaba, y nos llegaba con o sin imagen. Es decir, que sabíamos de sobra que la radio y la tele, como el periódico o el cine informativo, nos iban a ofrecer referencias sobre la realidad, pero no la realidad aunque no mintiesen. Y lo que cuesta trabajo es pensar que, al encender un aparato, se crea que esto puede ofrecérsele a uno un mundo más real que el real.

Aunque también hay que decir que siempre ha debido de haber gente ya muy bien preparada para ver, oír y creer cualquier cosa por artes de algún malandrín como el mago Merlín, o Maese Pedro con sus maravillas, de los que Cervantes habla para ironizar y eran personajes literarios, pero ahora sí son realísimos y verdaderos ingenieros de almas y de pensamientos.

Esta situación, sin embargo, la abordaban muy bien aquellas pegatinas que había, hace unos años, para poner sobre al aparato televisivo, y que decían: «Esta máquina no tiene cerebro. Use el suyo propio».

Pero el asunto está en que vivimos en una cultura de nominalismos y abstractos, y palabras como justicia, solidaridad o progreso son evocadas como si se tratase de realidades materiales y no de meros conceptos universales en los que naturalmente está todo el mundo de acuerdo y, por lo tanto, no tienen significado real. Y es lo que lleva a don Carlos Marx a criticar acerbamente el nombre de «progresista», denominándole «el tonto del calendario», porque el avance del calendario por la supuesta fuerza de los tiempos no significa una realidad mejor, sino que esa mejoría se presentaba únicamente para quien tenía posibilidades económicas, pero no para quien no las tenía, como era el común de las gentes y la mayoría de los trabajadores en aquella sociedad de la revolución industrial manchesteriana, con máquinas ya bastante progresadas que amenazaban su trabajo.

Más tarde, sin embargo, con el darwinismo filosófico se llega a integrar la muerte individual en el progreso de la Historia, como escribe Ernst Haeckel, el 21 de marzo de 1864, y las teorías y prácticas del higienismo nazi o «Beemoth Medicine» afirman que la vida humana no tiene «un valor cualitativo mayor que la vida animal», y puede ser tratada como animal progresado en su propio cuerpo en favor de la especie o, por capricho, en laboratorio de una granja adecuada. Idea y práctica, por cierto, que se castigaron severamente en Nüremberg y se habían tornado innombrables hasta ahora.