El desafío independentista
Con acento venezolano
En Cataluña sus autoridades llegaron a actuar con desprecio absoluto al Derecho, a los derechos de los ciudadanos; esas autoridades concibieron el poder como un haz de facultades que podían ejercer sin límite ni control alguno
Cuando en la carrera estudié los grados de ilegalidad de los actos y negocios jurídicos no podía imaginar que en la realidad se diesen casos de nulidad radical, que es lo más grave que puede ocurrir. Ya como juez comprobé que, darse, se dan, aunque no es habitual, por ejemplo, que una Administración por sistema incurra en ese grado de ilegalidad. Seguro que habrá abogados que no compartan esto. Pero las peores pesadillas jurídicas pueden hacerse realidad y así lo he comprobado tras leer la sentencia del Tribunal Constitucional que declara inconstitucional –luego su nulidad radical– a la Ley del Referéndum de Autodeterminación de Cataluña, un efluvio con pretensiones normativas pensado para aquella consulta del 1 de octubre.
Con todo lo sucedido estos días parece una cosa del pasado, pero vamos a situarnos. Hablo de una ley, es decir, la máxima manifestación del ejercicio del poder público y esa sentencia no es thriller o una suerte de novela jurídica de terror o tensión, ni un producto de la fantasía de su autor: describe la realidad de lo aprobado por el parlamento regional de un país europeo, luego –así hay que pensarlo– de un país del primer mundo.
Pues bien, la sentencia afirma que con esa ley el parlamento catalán ha buscado «liberar al poder público de toda sujeción a derecho, con daño irreparable para la libertad de los ciudadanos», o que ha aprobado esa ley con «desconocimiento pleno» de la lealtad constitucional y del principio democrático. O que «se ha situado por completo al margen del derecho, ha entrado en una inaceptable vía de hecho, ha dejado declaradamente de actuar en el ejercicio de sus funciones constitucionales y estatutarias» o que «ha puesto en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos la Constitución y el Derecho» o que ha dejado a los ciudadanos «a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno». Lo que describe es, se mire como se mire, una tiranía.
Que eso lo diga no un tremendista bloguero sino el Tribunal Constitucional dice mucho del nivel al que se llegó en Cataluña antes de la intervención de su autonomía, un nivel que no es otro sino el de una dictadura catalogable como salvaje; o dicho en otras palabras, que en Cataluña sus autoridades llegaron a actuar con desprecio absoluto al Derecho, a los derechos de los ciudadanos. Esas autoridades concibieron el poder como un haz de facultades que podían ejercer sin límite ni control alguno.
Podría pensarse que la perversión catalana superó la política y entró en el territorio de la psiquiatría. Pero no, habrá episodios de locura –y de ridículo–, pero también de actuaciones hechas a conciencia. Esa perversión del derecho que describe el Tribunal Constitucional la protagonizan y dirigen unas fuerzas que han llevado a la política catalana a la lógica revolucionaria, como se vio con la toma o desembarco en el parlamento la tarde del pasado 27 por masas radicalizadas, ojo, invitadas por los grupos mayoritarios. El independentismo quedó en mero pretexto para un movimiento subversivo con el cual sobra cualquier diálogo, sencillamente porque habla otro idioma, responde a otro sentido común, a otra lógica jurídica y su objetivo es causar daño y caos. Para mí que en estos días en las calles de Cataluña no se ha oído tanto el acento catalán como, quizás, el venezolano o el vasco-batasuno o ambos.
Esto es una desgracia, pero más que haya varios millones de votantes identificados con ese discurso liberticida, totalitario que lo han sacado de la marginalidad para darle un peso político determinante. Tras el 155 la burbuja independentista quizás haya estallado, pero no ese movimiento radical. Por eso espero que los partidos constitucionalistas capten lo que se cuece más allá de lo territorial y no crean que el «asunto catalán» se ventila con una faena de aliño electoral, con tactismos políticos de corto recorrido, ni con ese 155, aunque haya tenido efectos ansiolíticos. Tenemos un problema de fondo en nuestro tejido social que exige responder a esta pregunta: qué está pasando para que esos millones de electores se identifiquen con quienes quieran acabar con el sistema de libertades.