Canela fina

Con recuerdo a la Atenas clásica

«La lucha deportiva relega la violencia armada entre naciones y abre la esperanza de la paz y la libertad en el mundo»

Juan Antonio Samaranch consiguió para España la Olimpiada de 1992. En una reunión de la Trilateral, de la que formábamos parte Carlos Ferrer Salat y yo, le pregunté al excelente tenista y empresario de éxito si no temía que hiciéramos el ridículo. «No –me contestó–. En el deporte se necesita gente capaz y luego dinero, dinero y dinero. Para ganar medallas hay que financiar a los atletas con el fin de que no tengan la menor preocupación económica y puedan dedicar todas las horas del día a practicar su especialidad». Y se inventó el plan ADO para el que consiguió financiación pública y privada. El resultado de la sagacidad de Ferrer Salat fue espectacular. En Seúl, España había conseguido 4 medallas; en Barcelona, 22.

Vale la pena releer, ahora que la llama de Atenas está encendida en el cielo de París, las Odas triunfales de Píndaro, dedicadas a cantar los Juegos Olímpicos y también los píticos (en Delfos), los ístmicos (en Corinto) y los nemeos (en el Peloponeso). Los epinicios del poeta tebano, que era un aristócrata dórico, se extienden desde el 498 a. C., en que canta al joven tesalio Hipocles, hasta el 444 en que exalta a Teseo de Argos, luchador en la palestra.

Como algunos poetas del último medio siglo, Píndaro dedicó también sus odas a cantar el éxito de los Kim y los Castro de la época, tiranos que se llamaban Hierón de Siracusa y Terón de Agrigento. En los Juegos Olímpicos había carreras y discóbolos, pero sobre todo lucha, pancracios y pugilatos. A los atletas les ceñía la corona de laurel la miss de la época, que era una vestal del templo a la que cortaban la clámide y llamaban la «fainomérida», es decir, la que enseña los muslos. Hierón, el tirano, conquistó el laurel dorado con su caballo Ferénico. Píndaro exalta también al fundador de las olimpiadas, el lidio Pélope, hijo de Tántalo. Este Tántalo era un cabroncete que ofendió a los dioses al despreciar el néctar y la ambrosía que servía Ganímedes. Le condenaron a un atroz suplicio y salvaron a Pélope, del que se enamoró el cacorro de Poseidón. Hipodamia se ventiló después a Pélope con notables frutos. «Duramos un solo día –escribe Píndaro con eco en Shakespeare y Calderón–. ¿Qué somos? ¿Qué no somos? Sombras de un sueño es el hombre».