Tribuna
Elecciones y lecciones comunitarias
La limitada visión política de las élites políticas comunitarias les impide comprender que el mundo ha cambiado
Las recientes elecciones al Parlamento Europeo han arrojado un resultado que, si bien confirma la mayoría que ostentan populares, socialdemócratas, liberales y verdes, también permite constatar el ascenso innegable de corrientes de extrema derecha no simpatizantes con las élites políticas nacionales y comunitarias. Esta situación ha producidos efectos inmediatos en el plano doméstico para no pocos Estados miembros, siendo el caso francés quizá el más significativo de todos ellos. El impacto de los resultados en la esfera nacional de los países comunitarios los sitúa ante un complicado dilema: avanzar hacia una «otanización» de la UE, como parece demandarles EE. UU., o reorientar el proyecto comunitario hacia espacios de mayor independencia en materia de política exterior.
El hecho de que se esté produciendo un deliberado desplazamiento del eje de gravedad comunitario del centro hacia el noreste anticipa la preponderancia del proceso de otanización de la UE. Asimismo, que el fundamento del avance de las fuerzas de extrema derecha en Francia y Alemania sea el rechazo de estos a la implicación directa de sus respectivos países en la guerra que libran Rusia y Ucrania coloca a los gobiernos de París y Berlín en una posición delicada respecto a la OTAN y a EE. UU. Las dos potencias europeas llegarán a la Cumbre de la OTAN en Washington disminuidas y en medio de un proceso interno de debilitamiento y fragmentación que juega a favor de la agenda anglosajona de otanizar la UE a través de Estados miembros como Polonia, Suecia, Finlandia y las tres repúblicas bálticas.
En los ámbitos donde no tiene competencias exclusivas, la UE sólo está facultada a hacer lo que sus Estados miembros le dictan, especialmente en materia de Política Exterior y de Seguridad Común. La confirmación o la renovación de los liderazgos políticos en las instituciones comunitarias claves (presidencia de la Comisión Europea, presidencia del Consejo Europeo) será indicativo de la perspectiva regional e internacional que los países comunitarios quieren imprimirle a la UE en los próximos años. La pregunta prospectiva es: ¿Existe margen para que la UE que habla el «lenguaje del poder» (Von der Leyen-Borrell) incorpore a la otra que quiere recuperar el lenguaje de la diplomacia y la negociación?
Aunque no es seguro, sí sería lo más sensato. Si la UE quiere realmente entender de manera cabal la no adherencia del Sur global a sus postulados debe empezar por dejar atrás su obsesión por el diálogo de sordos que viene practicando. ¿Qué son acaso esos foros político-diplomáticos cuyo marco lo fijan actores que no son parte directa del conflicto y se permiten excluir de este a una de las partes que sí es parte del conflicto? La fracasada Cumbre para la Paz celebrada recientemente en Suiza se inscribe en esta dudosa y parcializada tradición occidental: Hablar de los sirios sin la República Árabe de Siria, hablar de los venezolanos sin la República Bolivariana de Venezuela y ahora pretender hablar de los rusos sin la Federación Rusa.
La limitada visión política de las élites políticas comunitarias les impide comprender que el mundo ha cambiado. Los países del Sur global reclaman un rol activo en la discusión geopolítica mundial, y la UE y la mayoría de sus Estados miembros o bien no se dan cuentan de su sobrerrepresentación internacional o bien lo saben y se aferran a EE. UU. como una tabla de salvación. Los ejemplos de Afganistán, Iraq, Siria y Libia indican que a los europeos no les suele ir bien cuando adoptan una política de seguidismo militar respecto a EE. UU. El seguidismo de los europeos se ha traducido en las últimas décadas en un deterioro de la competitividad comunitaria en el plano económico-comercial y en una merma en materia de seguridad.
Aunque el horizonte de una eventual afganización de Ucrania pueda parecer algo lejano, cabe no descartar la posibilidad de este escenario. Igual que cuando cayó Kabul se empezó a decir aquello de que el rol de la Alianza Atlántica en Afganistán no era construir el Estado y la democracia en ese país, sino apoyar a EE. UU., cabe no descartar que la Alianza haga lo propio en Ucrania. Al fin y al cabo, ya se ha empezado a señalar que no habrá nada que reconstruir en este país si este no logra prevalecer en la guerra. Se trata de discursos cuyas melodías conocemos. La cuestión es: ¿Han extraído los países comunitarios las lecciones debidas?
Una eventual salida unilateral de EE. UU. de Ucrania provocará unos perjuicios para los europeos infinitamente mayores que los ocasionados por la salida estadounidense de Afganistán. Desde esta perspectiva, resulta sorprendente y ciertamente sospechoso que la UE y sus Estados miembros no estén empeñando toda su capacidad en materia de poder relacional (que la tienen) y, sin embargo, sí estén predispuestos a utilizar –aunque sea discursivamente– las capacidades de poder estructural que no tienen.
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