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España
La vergüenza de la piratería
Todo indica que España va a ser reinscrita el próximo mes de abril en la «lista negra» de los países con mayores índices de piratería informática que elabora la Secretaría de Comercio de EE UU y que, en consecuencia, impone ciertas restricciones a las relaciones de las empresas norteamericanas con el mercado español. El gran esfuerzo diplomático y político, en parte liderado por las cámaras de comercio hispano-norteamericanas, que dio como resultado la salida de nuestro país de esa lista infamante ha quedado, pues, baldío en menos de un año. La aprobación de la ley antipiratería por el Gobierno de Mariano Rajoy, con la creación añadida de una comisión «ad hoc» para luchar contra las descargas ilegales –la Comisión de Propiedad Intelectual– hizo que la IIPA, agencia estadounidense que agrupa a más de 3.200 compañías de derechos de autor, nos diera un voto de confianza, rápidamente desacreditado por los hechos. En España, las descargas ilegales de productos culturales sujetos a derechos de autor no sólo no han descendido con la nueva legislación, sino que en algunos sectores, como la música o los videojuegos, siguen aumentando. A falta de estadísticas fiables, por la propia naturaleza de la actividad delictiva, los datos de comercialización no dejan mucho margen a la duda: según el último informe del Observatorio de la Piratería, dos de cada tres videojuegos se descargan ilegalmente; el negocio discográfico ha caído un 77,5 por ciento desde 2001, y nuestro país está muy por debajo de la media europea en descargas legales. Lo mismo reza para el libro electrónico, donde el 68 por ciento no paga los e-book; y el cine, pese a que se multiplican los servidores que permiten acceder a decenas de miles de títulos a bajo precio y con calidad de reproducción. El asunto es muy grave si se cuantifica en dinero: los contenidos adquiridos de forma ilícita en 2011 supusieron más de 5.200 millones de euros. Es, en defintiva, una lacra cultural y social, por más excusas que se busquen los internautas, que no puede ser tratada con paños calientes. Que la estrategia no funciona es una evidencia. Que la comisión destinada a la defensa de los derechos de la propiedad intelectual se ha mostrado incapaz de cumplir con su función no hacía falta que nos lo contara el secretario de Estado de Cultura, José María Lasalle. Las propias declaraciones de Lasalle sobre la necesidad de reformar el sistema pueden ser legítimamente interpretadas como un reconocimiento de impotencia, cuando no de incompetencia. Lo que debe hacer el secretario de Estado es ponerse manos a la obra sin pérdida de tiempo, reformando la legislación que sea precisa y persiguiendo eficazmente el delito. O, en su defecto, dejar paso a otras personas que lo hagan mejor.
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