Francisco Nieva
La tragedia machista
Tras la victoria de Franco nos fuimos a vivir a una pedanía de Sierra Morena para retirarnos de la vista en el pueblo. Y allí conoció mi padre a Magaña, un hombrecito con las piernas de alambre que se las daba de muy machito y no dejaba de zurrarle de firme a su mujer, conocida como «La Mora», una odalisca muy popular y sandunguera que, al parecer, daba suficientes motivos para despertar las iras de su maridillo. A ésta la tenía bien domada. - «¿Por qué se deja usted pegar por ese pacotilla de Magaña?» - «Usted no se meta, señora. Por algo es mi marío».
Así entendía el pueblo las relaciones matrimoniales. Eran vecinos nuestros y se escuchaban broncas tremendas entre los dos. - «¡Te mato, te juro que te mato!» Se le oía decir a Magaña. Mi madre se quejaba. - «Un día la mata de verdad. Habría que dar parte en el cuartelillo». Mi padre decía: - «No me veo yo acusando a mis vecinos de no llevarse bien. Pensarán que me meto en lo que no debo. Ellos saben lo que se hacen, y esa loca dice que tiene todo el derecho porque es su ‘‘marío’’. Ella es quien tendría que denunciarlo».
El matrimonio Magaña tenía un modo raro de ganarse la vida. La Mora condimentaba paellas para una sociedad cinegética, y en cualquier punto de la Sierra donde se hallasen acampados los cazadores, allí se presentaban con la burra, que cargaba con los aperos y las viandas, y La Mora cadereando muy garbosa, con el aplauso de aquellos señores. Motivo de reyertas entre los cónyuges. - «Que si te dejas meter mano por don Ciríaco, porque eres como una perra salida, que si me pones los cuernos con el sumsum corda...» Así la estaban liando continuamente.
Un día dijo mi padre: - «Tengo pensada una excursión a la cueva de José María el Tempranillo, y que vengan con nosotros los cuatro sobrinos de tu prima Paca Naranjo y la vieja niñera que cuida de ellos. También nos acompañan Magaña y La Mora, para hacernos una paella. Será una jornada inolvidable».
¡Y tan inolvidable! Comenzó la excursión a las nueve de la mañana. Subía la cuesta la borrica de los Magaña, cargando con mi madre para que no se cansara. Íbamos los chicos armando jaleo y recogiendo leña seca en unos esportillos. La Mora, cantando y cadereando con mucho desenfado. La cueva era un lugar maravilloso, con helechos gigantescos, antediluvianos, dijo mi padre. Un alfombrín de trébol cubría todo el suelo, se aspiraba un inefable perfume, casi embriagador y mágico. Los chicos y La Mora nos desatamos. - «¡Ay, qué frescor, qué frescor...! decía La Mora, soltándose la crencha negra, casi azul, desabotonándose la blusa y acariciándose los pechos, grandísimos y firmes, despertando la admiración de la chiquillada. - «¡Qué tetas, madre! ¡Vaya unas tetas!»
La Mora, temerosa, se cubría rápidamente, por si Magaña aparecía. Y apareció, llevándosela casi a rastras, para que comenzase con los preparativos del festín campestre.
La paella estaba casi a punto y los Magaña regañaban entre sí, como siempre. - «¡So puta! Que me pones los cuernos con el guardafrenos de la estación». - «A mí no me llames puta delante de estos señores. Putas, tu madre y tu abuela, picha corta, medio hombre...» - «Te vas a acordar de lo que has dicho, me cago en tus muertos, puta huesera...»
Y, tomando el recipiente de la paella, se la vertió toda sobre la cabeza. Se armó un revuelo de lo más espantoso, con los gritos de las mujeres y especialmente de La Mora, que se sacaba de entre los pechos gambas y mejillones. Mi madre y la vieja niñera le vertían agua por encima y pedían socorro a mi padre, y éste, en dos zancadas, salió a la carretera, en la que se encontró con un ciclista que llevara el aviso al cuartelillo de la Guardia Civil, requiriendo un médico.
Al cabo de una hora se presentó la pareja y un facultativo a caballo y con muy mal humor. - «Esta serrana no tiene nada, sólo está de los nervios. Que se tome este calmante y le sigan poniendo paños mojados. Yo voy a ver si reanudo mi partida. Aquí se queda la pareja, para tomar nota de lo sucedido». Y el malhumorado señor tomó el portante. El trastorno duró hasta la noche, alojando a La Mora en casa, hasta que Magaña se la llevó por la mañana. - «Modérate con ella, Magaña».
No se moderaron, no. Ninguno de los dos, ya que Magaña murió a manos de La Mora. Dos años después del episodio de la paella, la niñera de los Naranjo vino proclamando que La Mora le había clavado una navaja en la espalda mientras dormía.
Hoy todo me parece bien con tal de frenar los numerosos infiernos domésticos. Yo he sido un buen testigo de uno de los más dramáticos y pintorescos. Todo un sainete trágico.
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