Restringido

El encaje ruso

Ángel Tafala

Una herida abierta largo tiempo suele infectarse. Nos duele contemplar desde Europa –desde la Unión Europea– la llaga ucraniana ¿Debemos dedicar toda nuestra energía a curarla? Yo no creo que –por duro que parezca– sea este el problema, al menos el reto principal al que nos enfrentamos.

El principal desafío que debe afrontar la UE es para mí el encaje que Rusia necesita con Europa desde que cayó el Muro de Berlín.

Lo que está pasando en Ucrania no es nuevo. Es un calco de lo que en el 2008 sufrió Georgia, que tras coquetear con la OTAN y la UE y hacer ciertos movimientos en falso, vio como Rusia le arrebataba dos regiones por la fuerza alegando la responsabilidad de proteger a las comunidades ruso parlantes. Y lo de Moldavia/Transdniéster también podría considerarse un precedente. Teniendo en cuenta que minorías rusas –unos 25 millones– existen en muchas naciones europeas actuales ¿quién puede creer que lo de Ucrania será el incidente final?

Pongámonos pues a repasar –condensadamente– por qué Rusia puede estar tan profundamente incómoda con el orden europeo surgido después de 1990, para evitar que tras –eventualmente– haber solventado lo de Ucrania, surja dentro de unos pocos años otro grave problema.

No soy yo doctor adecuado para heridas de este calibre, por lo que me limitaré a dar algunos consejos, para ayudar a que los verdaderos médicos –la UE y la OTAN– puedan curar al inquieto y peligroso accidentado.

Esta cura –es decir conseguir encajar a Rusia en el concierto europeo– debería partir del estudio previo y profundo de la histórica inseguridad rusa en sus tres fronteras principales: la europea: la sur, con el Cáucaso y las cinco republicas musulmanas exsoviéticas; y la que tiene con China. Hacer comprender a Rusia que le convendría buscar la calma con Europa, pues bastante tiene –inevitablemente– con las otras dos.

El tratamiento para lograr este encaje va a necesitar dos tipos de recetas: las amables y las coercitivas o administradas a cara de perro.

Amplios sectores de la sociedad rusa contemplan la evolución sociológica y moral europea con horror. Como si fuésemos una especie de Sodoma y Gomorra. El presidente Putin se postula –no hay como repasar su imagen pública– como el paladín de las virtudes de hombría que se opone a los vientos de degeneración que soplan de Occidente. Habría que intentar cambiar esta percepción apoyándonos en el sector del pueblo ruso que nos ve como fuente de libertades.

Repasemos ahora los aspectos asociados a las medidas de fuerza en las relaciones internacionales. Habría que hacer saber a Putin y a sus sucesores –creíble y anticipadamente– que otro uso de la fuerza para alterar fronteras o status quo ante en Europa no será aceptable. Si algo así vuelve a pasar, Rusia debería esperar recelos y problemas–que nosotros alentaríamos– en sus otras fronteras no europeas.

La ampliación de la OTAN hacia el Este fue hecha en el entendido de que no habría estacionamiento permanente de unidades militares. Si volvemos a un escenario de inestabilidad como el de la guerra fría, habría que reconsiderar esto, y entraríamos probablemente en una dinámica de carrera de armamentos que Rusia no podrá resistir, como no lo pudo su antecesora la Unión Soviética y originó su colapso.

Para que estas medidas de fuerza –y otras que puedan surgir de estudios más profundos– puedan resultar creíbles habría que reducir previamente la dependencia económica europea –especialmente la energética alemana– de Rusia. Probablemente también diversificar –disminuyéndolos– los intercambios comerciales europeo-rusos. Para que esto no suene como un ultimátum, la diplomacia comunitaria y norteamericana debería trabajar duro y presentarlas como algo progresivo a aplicar o aliviar, en función de la actitud rusa ante su zona de «interface» con la UE.

Otro aspecto delicado es decidir si el presidente Putin puede o no tener arreglo como interlocutor de la operación «encaje», empresa intrínsecamente de larga duración. Quizás el antiguo agente de la KGB haya interiorizado tanto la animadversión hacia Occidente que no sea capaz de dirigir a Rusia en los nuevos tiempos que se avecinan. Desde luego la forma mesiánica como ha aprovechado la ventana de oportunidad de las revueltas en Kiev y la baza que le dio el presidente Obama en los asuntos sirios e iraníes, no hace presagiar nada bueno. También el cómo avienta las llamas del eterno nacionalismo ruso parecen dibujar un hombre incapaz de comprender los retos de la globalización.

He tratado de no ser dogmático –pues la tarea supera mis débiles fuerzas– sino tan sólo demostrar que no estamos tan impotentes como pueda pensar nuestra opinión pública ante los sucesos de Crimea. Lo que no se puede hacer es improvisar en la presente crisis ucraniana aun suponiendo que la política que nos ha conducido hasta aquí hubiera sido arrogante al tratar con esa gran nación europea y asiática que es Rusia, a la que al contrario de lo que hicimos con la Unión Soviética, no hay que tratar de contener, sino más bien encajar con el resto de Europa. Pena que como pasa con Turquía, sea demasiado grande y diversa para poder acogerla en nuestro seno, no por sus peculiaridades sino por nuestras limitaciones. Dentro no, pero al lado y en paz, con firmeza, sí.