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Quisicosas

Mi arzobispo abre su casa a embarazadas de riesgo

A lo mejor tiene razón el arzobispo José, que es verdad que poner un niño Jesús en medio del salón trae cuenta y hace florecer la casa

Pues qué quieren que les diga, no doy crédito. La casa es la expresión más íntima de una. Una vez me avergoncé de decorar la mía con tanto mimo, de haberla comprado con el esfuerzo de una carrera (en España se necesita una vida para tener un piso), de poner, quizá, demasiado corazón en las cosas materiales. Monseñor Javier Martínez, entonces obispo de Granada, me dijo que no me apurase: «Una mujer, Cristina, es una casa». Y es verdad que la mujer acoge, celebra, hace familia y teje red en su casa. Allí consuela, restaña, alimenta y abraza.

Por eso ceder la casa, compartirla y partirla es de lo más difícil. Una puede prestar su coche o sus vestidos, ayudar con dinero, visitar o invitar, sin embargo, poner en las habitaciones a gente desconocida... me confieso incapaz. Al menos por ahora, que nunca se sabe en la vida la humanidad que puede florecer de un corazón de piedra. Pienso en Maximiliano Kolbe, que hizo de su propia vida la casa en la que vivió hasta su muerte aquel hombre –padre de familia– del campo de concentración por el que se cambió el santo en la hora de las ejecuciones.

José Cobo, jovencísimo arzobispo de Madrid (es de mi edad, pero hay que ver lo jóvenes que son los curas y monjas en comparación con los mediopensionistas) ha partido el Palacio Episcopal y ha metido allí a un grupo de madres solas que están criando sus hijos entre largos pasillos de ventanas inmensas y altos techos del Madrid de los Austrias. El «Hogar Santa Bárbara» de Cáritas se había quedado pequeño y las mujeres no cabían. Fliparon cuando les llamó el cardenal. Ahora lo explica encogiendo los hombros: «De esas imprudencias que uno tiene, que se le cruzan por la cabeza. Como aquí en casa hay habitaciones, dije, pues venga». Luego vino el vértigo: «Pensé, ¿pero dónde me he metido? Es de estas cosas que Dios empuja. Además, que den un poquito de alegría en casa, esto merece la pena. Dios va haciendo las cosas a su manera».

Algún día, uno de estos niños contará que jugó sobre alfombras silenciosas, en las que se topaba con unos zapatos negros y una sonrisa traviesa que acababa en barba de rey mago. Que su infancia fue correr por galerías barrocas del siglo XVIII, entre la calle San Justo y la plaza de Puerta Cerrada, por las que deambulaban Cervantes, Quevedo, Lope. Sabe Dios si alguno no será profesor de Arte, o filólogo, o librero de viejo. A lo mejor tiene razón el arzobispo José, que es verdad que poner un niño Jesús en medio del salón trae cuenta y hace florecer la casa.