Manuel Coma
El acabose
La polarización de la política americana no arranca con Trump, sino que viene desarrollándose a lo largo de dos generaciones
Lucas Gómez, un cura de mi colegio, lo decía por mucho menos. “La cagamos”, pero en más fino, si posible fuera. Lo que le faltaba a Trump, a los republicanos, a EEUU, al mundo occidental y más o menos libre. Pataleta final con muertos y profanación del templo de la democracia. Desenlace: En la madrugada del jueves 7 la sesión conjunta de las dos cámaras del Congreso certifica los resultados de la discordia en el Colegio Electoral, dando la victoria a Biden. Trump, por una vez, acusa su topetazo con la realidad, da marcha atrás y, haciendo constar que rechaza totalmente los resultados que se aprueban, acuerda una “transición ordenada”, al tiempo que entre los demócratas brota la idea de aplicarle la enmienda 25 de la Constitución, que contempla destituir a un presidente en el caso de que no pueda desempeñar sus funciones y sustituirlo temporalmente por su vice. Y si los republicanos no colaboran, entonces, impeachment récord. O sea, echarlo inceremoniosamente a patadas antes de que el 20 se celebre la ceremonia del traspaso de poderes, realizando así el sueño demócrata, intentado por tres veces durante cuatro años, desde el día uno de la llegada de “el Donald” a la Casa Blanca. Los demócratas nunca aceptaron el resultado de la elección del 2016, no por fraude, sino por el manifiesto error de los electores en cuanto a la persona elegida, y actuaron en consecuencia, porfiando en la deslegitimación de su presidente, y, por ende, de sus electores. Fracasaron por vía legal y nunca se disculparon. Por lo que se ve, no han renunciado en la ultimísima hora, aunque ya no se trate más que de un desahogo que agrava la situación.
Por tanto, como diría Mafalda, el actual acabose es el continuose de un principiose que viene de atrás. La polarización de la política americana no arranca con Trump, sino que viene desarrollándose a lo largo de dos generaciones, hasta alcanzar el paroxismo actual. Entre los no pocos pecados políticos de Trump, el mayor podría muy bien ser el no haber hecho más que azuzarla, jamás lo contrario. Es toro de enorme bravura que nunca deja de entrar a todos los trapos con inagotable fiereza. Al mismo tiempo, tiene una finísima piel, de enorme irritabilidad, en oposición a la de cocodrilo que suele ser distintivo de esos de los que se dice que son “animales políticos”. Los demócratas, como queda dicho, nunca han dejado de hacer su parte. La intensidad de su encono también ha sido inagotable y no han ahorrado treta a la que pudiesen recurrir. El choque final de trenes se ha producido con las elecciones. Aunque Trump tuvo menos votos populares que Hillary en el 16, aunque durante cuatro años el grado de aprobación en las encuestas ha solido estar al menos 10 puntos por debajo del 50% y nunca por encima. Aunque todos los sondeos electorales le daban unos 8 puntos menos que Biden y unos 4 en los estados claves en cuanto a la formación del Colegio Electoral, la ilimitada confianza en sí mismo y el exultante entusiasmo del núcleo duro de sus partidarios les ha llevado a creer que la victoria había que darla por descontada. Trump, tramposo y embustero, no puede menos de ser un pésimo perdedor, y los suyos, sometidos al insultante desprecio de las elites sociales y al hostigamiento de los grandes medios de comunicación, no pueden, psicológicamente, admitir una derrota.
Pero eso es sólo la mitad de la historia. La otra mitad es que los demócratas han estado en todo momento en modo anímico de deslegitimación de su rival, lo que se traduce en que todas las maniobras para destruirlo, por ilegales que fueran, como hacer acusaciones falsas, eran no solo legítimas, justas y convenientes, sino incluso moralmente obligatorias. Añadamos que el Partido Demócrata tiene un amplio historial de chanchullos electorales, defendiendo muchos aspectos del anticuado y no muy seguro sistema americano y negándose a crear algún tipo de identificación fiable que aleje de las urnas a quienes no tienen derecho de voto por, por ejemplo, extranjería, antecedentes penales, o tránsito a la otra vida.
Todo lo cual nos lleva al punto de partida: ¿Ha habido o no un fraude electoral suficiente, en los estados claves, para alterar la composición del Colegio Electoral? 100 millones de votos por correo, propugnados por los demócratas so pretexto de pandemia, verificables solo por el cotejo, realizado por inexpertos, de una firma en el momento del envío con otra de las listas de electores inscritos hace muchos años, se presta a todos los recelos. Votaciones en máquinas informáticas que necesitan personal especializado con acceso para verificarlas en todo momento, es también un método dudoso. Pero los jueces, incluso nombrados por la administración Trump, dicen que no pueden dejar, colectivamente, a electores sin voto. Sólo pueden anular uno a uno los votos que se demuestren fraudulentos y eso da para muy pocos cambios. Legalmente, sólo se pueden demostrar muy pocos fraudes. Muchas personalidades republicanas, eminentes y leales trumpistas, ahora desollados implacablemente por el jefe al que han servido fielmente, han considerado, por honestidad y por el bien del país, que no se podía hacer otra cosa que aceptar el argumento legal. Para Trump y sus incondicionales, por cobardía y cálculo.
Manuel Coma es profesor (jub.) de Historia del Mundo Actual de la UNED