Historia
El legado de la madera en Madrid: la historia de Pinares del Paular
La empresa belga que transformó la sierra de Madrid y dejó una huella en su industria y paisajes
Tupista, labrador o machambra son algunas de las profesiones de entonces reconocidas en la industria maderera y que hoy podemos observar en el archivo de la empresa Pinares del Paular.
Gracias a uno de los muchos herederos que la compañía, Nicolás Lecocq, y a la investigación de archivo ejercida por la fundación Anastasio de Gracia, hoy podemos entender lo que significó Pinares del Paular, nacida en 1840, no solo en la Comunidad de Madrid sino a nivel internacional.
Pinares del Paular, situada en el Valle de Lozoya, nació como una empresa que se nutrió de los recursos naturales de la zona y que trajo consigo más de un centenar de empleados. Bajo la gestión de la Cartuja de El Paular, fundada en 1390, los bosques de la región se convirtieron en una fuente invaluable de madera para la construcción, la carpintería y la industria naval. El entorno ofrecía madera de alta calidad, principalmente de pino silvestre, que era muy demandado en la época, y la explotación de estos recursos no solo contribuía a las arcas de la Cartuja, sino que también generaba empleo para los habitantes locales.
LA RAZÓN ha podido observar los casi 400 libros y 137 cajas recuperadas que describen la historia y el modo de trabajar de la compañía, agrupado todo en cajas de madera del propio Paular. Y aunque su origen es belga, en España tuvo con los años gran repercusión: “Pinares del Paular nació en Bélgica, pero se fue extendiendo en otros lugares y Madrid fue uno de ellos. Vemos en la documentación la preocupación que tenían los trabajadores de entonces por tener un control estricto de los gastos e inversiones, así como de guardar el patrimonio de la empresa. Es curioso encontrar las relaciones económicas de aquella época en Europa y aprender del pasado, no desde un punto de vista local sino desde una posibilidad de muchos puntos de vista que trasciende de una empresa privada”, señala Nicolás Lecocq.
El punto de partida tuvo lugar tras la desamortización de Mendizábal y la venta de los bienes de la Iglesia, cuando un grupo de inversores belgas compró un monte en el noroeste de Madrid, por la zona de Rascafría. “La vocación era invertir en recursos naturales, explotar un monte y extraer su madera, un recurso muy valioso en el siglo XIX. A lo que empezó como una historia inicialmente especulativa, se involucraron numerosas familias de otros lugares”. Por ello, pasó de estar en Rascafría con su monte y aserradero, a extenderse hacia Villalva, La Cabrera y a la calle Atocha de Madrid. “La madera viaja mal, sabemos que es algo muy voluminoso y pesado. Antes no había medios mecánicos y se buscaba la madera de proximidad, y que llegase desde la sierra tenía un sentido para la ciudad de Madrid. Ahora la logística y materiales han evolucionado, todo se ha tecnificado y Madrid ya no es una región con valor industrial maderero y lo es mucho más en la zona norte de país”, añade Lecocq.
El entrevistado Nicolás Lecocq cuenta que esta industria promovió una gestión forestal responsable. Los bosques se replantaban y cuidaban con esmero, garantizando su sostenibilidad para las generaciones futuras. Con el tiempo, las innovaciones tecnológicas y los cambios en las dinámicas económicas llevaron al declive de estas actividades tradicionales. Sin embargo, el legado de la industria maderera de la Sierra de Madrid persiste en la memoria colectiva y en los paisajes que recuerdan cómo fue entonces. “Se usaba la madera maciza. Ahora vemos mucha viga encolada y todos los cambios que trajo el hormigón y el ladrillo a partir de los cuarenta, por ejemplo. Lo que significa que la madera se ha tecnificado, ha habido mucha evolución en su ingeniería”. También sostiene que la compañía trajo de Bélgica técnicas silvícolas poco habituales en España y que hoy se aplaudirían por su carácter sostenible en un contexto en el que esta conciencia no era lo común, relacionadas con la repoblación y extracción por zonas de forma más planificada. “Lo que hacía la empresa era como el primer eslabón de la industria maderera, cultivar y cuidar los árboles, extraer la madera en bruto, y luego otros se encargaban de sacarle el provecho”.
“Estamos ante cápsulas del tiempo, un caso único en la Comunidad de Madrid que nos narra cómo era la industria maderera dentro de nuestra Comunidad, algo que hoy día nos parecería insólito”, indica Uría Fernández, director del Centro Documental Anastasio de Gracia.
El experto también explica la posibilidad que han tenido, tanto la empresa como la fundación, de reconstruir el pasado. “A través del comodato, una fórmula del derecho, hemos conseguido que el propietario mantenga su bien, pero que otra parte se pueda responsabilizar de su cuidado, y es lo que hemos hecho en la asociación”. Así, se ha podido comprobar mediante técnicas únicamente manuales el funcionamiento de una empresa en años muy remotos. “Hay un documento muy interesante a nivel histórico que recoge un momento clave y crítico para la empresa y para la situación del país, que es el libro del Comité de Control, cuando la empresa durante la guerra civil en 1937 quedó en manos de los trabajadores. Fue incautada y los trabajadores tomaron el control de la misma”.
Asimismo, Uría Fernández destaca la profunda impronta cultural en el valle de Lozoya y en la ciudad de Madrid, pues poco después de adquirir el monte Cabeza de Hierro, la sociedad compró terrenos provenientes de la desamortización del antiguo convento y hospital de los Agonizantes, cerca de la antigua puerta de Atocha, donde establecieron su sede principal y almacenes. Este emplazamiento resultó estratégico una década más tarde, con la construcción de la estación de ferrocarril del Mediodía. Además, la sociedad instaló talleres y almacenes intermedios entre El Paular y Madrid, concretamente en Villalba y La Cabrera, pueblos serranos situados en las principales rutas que conectaban el norte con la capital. Y hoy podemos ver cierta herencia en la toponimia local, reflejada en nombres como la plaza de los Belgas en Villalba y la calle del Belga en La Cabrera. Durante años, era común ver por los caminos del valle de Lozoya y los puertos de la Morcuera y del Paular (hoy conocidos como de los Cotos) los carros belgas avanzando lentamente, cargados de madera destinada a Madrid o a la construcción de importantes edificios en la sierra. Estos trabajos exigían con frecuencia piezas muy grandes y pesadas, que requerían a su vez una precisión en el corte que solo empresas de este tipo podían garantizar.
Actualmente, la Sociedad Anónima Pinares del Paular continúa teniendo el aserradero, donde descubrieron el valioso archivo en Rascafría (documentación de contabilidad, nóminas, registro de almacenes etc.) Hace dos años vendieron el monte al organismo público de Parques Nacionales. Nicolás Lecocq informa que están buscando una evolución del terreno y de sus edificios del SXIX para actividades turísticas. “Estamos en esa línea, aprovechando del entorno maravilloso. Los pinares están muy bien conservados”.
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