Barcelona
¡Y si Prometeo hubiese incendiado containers!
El simbolismo del fuego ha estado muy presente desde el principio de los tiempos a causa de su poder dual, entre la iluminación y la destrucción, algo que ha marcado a los hombres y sus ficciones
El simbolismo del fuego ha estado muy presente desde el principio de los tiempos a causa de su poder dual, entre la iluminación y la destrucción, algo que ha marcado a los hombres y sus ficciones
Otra noche más pintada por el fuego. Barcelona ha pasado una semana terrible, con imágenes dantescas, y el fuego ha sido su máxima expresión. La ciudad parecía el relato de uno de esos personajes torpes que cae en su propia trampa. El fuego ha sido desde el principio de los tiempos un gran símbolo de fuerza y poder. Eso es lo que se busca siempre invocándolo, el poder del fuego, tanto intimidador como creativo. Pero si el fuego surge de la quema de containers de basura, el simbolismo simplemente apesta.
A Prometeo, por ejemplo, le castigaron los dioses con terribles torturas por regalar el fuego a los hombres. Le ataron a una piedra y le lanzaron una terrible águila a devorarle su hígado, que siempre se regeneraba, haciendo eterno su sufrimiento. Si hubiese presentado el fuego a los hombres en un container en llamas, éstos se hubiesen marchado indignados con los dedos en la nariz y los dioses se hubiesen reído del pobre Prometeo, que había querido llevar la iluminación a los hombres, pero lo único que había conseguido es que huyeran otra vez a la oscuridad.
Y que conste que Prometeo era un rebelde, un outsider, un ladrón, un robin hood, un caballero errante, ¿un CDR? que se sacrificó por el bienestar de los hombres al robar el fuego del Olimpo. ¿Zeus era entonces la policía nacional y los mossos? No, era mucho peor, preguntádselo sino a Prometeo.
Pero es así, el fuego siempre ha estado encerrado en esta imposible dicotomía. Por un lado es la pieza fundacional de lo hombres, el gran regalo, la furia feliz, la creación, la vida, el sublime bienestar, el progreso, la liberación de la oscuridad. Por otro, es el gran gen destructor, el horror, el desamparo, la imposibilidad, la angustia, la furia cuando se descubre incontrolable. «Ese fuego era como la vida de los hombres, tan frágil, tan mortal. Solo, ilumina y calienta. Dejado libre y rampante, destruirá las mismas cosas que estaba pensado para iluminar», escribe Brandon Sanderson en «El camino de los reyes» (Ediciones B) y parece que estuviese describiendo simplemente lo que los CDR están provocando con sus actuaciones de protesta, destruir las mismas razones que los llevaron allí en primer lugar.
El fuego está de moda, sin duda. En todas sus vertientes. Porque el fuego no conoce bandos, cuando aparece describe a todos los hombres a un tiempo. Y si lo tienes a las puertas de tu casa, entonces lo odias y entonces odias a los hombres. «Fuego y hielo. Algunos dicen que el mundo acabará con fuego. Otros dicen que con hielo. Con lo que he probado del deseo, estoy con aquellos que favorecen al fuego. Pero si tuviese que morir dos veces, creo que sé lo suficiente del odio para decir que la destrucción por el hielo también es genial», escribió Robert Frost, poema que dio pie a la hoy archifamosa saga «Canción de hielo y fuego», de George R. R. Martin. La serie de libros que inspiró «Juego de tronos» invierte el orden de los productos, y no es casual. Si el hielo prevalece, el mundo es frío, triste, silencioso, pero el fuego lo despierta, lo alienta, lo alegra, hasta que simplemente lo destruye. Frost era un optimista. Martin era un pesimista. Dos personas, un fuego que los unía en una sola. No eran mejor que nadie. «Se dio cuenta, sin entenderlo, cómo las llamas eran ahora visibles contra la aburrida luz. La noche llego, no con la belleza calma, sino con la amenaza de la violencia», dice William Golding en «El señor de las moscas» (Alianza). Y lo dice en la voz de un niño, un jovencito salvaje, que sabe, por muy pequeño que sea, lo que hay que temer al aparecer la primera llama.
Muchos han escrito sobre la maldad del fuego. Ahí tenemos absolutas obras maestras como «El jorobado de NotreDame», de Víctor Hugo o la célebre «Farenheit 451» de Ray Bradbury y su distópica sociedad que prohibe los libros y los quema con placer. ¿Vivirán los CDR en una sociedad distópica que ha prohibido los containers? «Has de recordarlo, quémalos o te quemarán a ti», escribe el genial Bradbury. ¿Los CDR creen que los containers les quemarán a ellos? Vivimos en la era de la paranoia, todo puede ser. «Quemamos aquí un fuego ardiente; funde por completo toda ocultación», decía Arthur Miller en «Las brujas de Salem» (Cátedra). El fuego aquí es utilizado para iluminar, pero la luz también ciega, es cruel, y permite cometer auténticas locuras. Con la idea de que ilumina, uno piensa que actúa movido por un bien, cuando lo único que ilumina es la fiebre del infierno.
El fuego también ha sido utilizado como arma de contención. «Estar en silencio y consumido por el fuego es el peor castigo de la tierra», asegura Federico García Lorca. Porque cuando aparecen las llamas, desaparecen las palabras y el mundo sólo tiene un ojo, un ojo que se cierra. Su contraste, la imagen de una niña con poderes de autocombustión de «Ojos de fuego», de Stephen King. El fuego del silencio combatido con el fuego de la inocencia. El resultado. No hay que leer el final de la novela, o ver la adaptación cinematográfica protagonizada por Drew Barrymore,
Porque hay muchos que defiende el poder liberador del fuego. «No es luz lo que necesitamos, sino fuego. No es la gentil ducha, sino el trueno. Necesitamos la tormenta, el huracán y el terremoto», aseguraba Frederick Douglas, reformador abolicionista del siglo XIX y una de las primeras voces negras en reclamar la libertad de los esclavos. Aquí tenemos la positivización de la destrucción. También existe su capacidad de hacer levantar nueva vida de las cenizas. «La educación no es el gesto de llenar un cubo, pero el alumbramiento de un fuego», señaló el poeta William Butler Yeats. El fuego como inspirador, como marcha hacia la iluminación.
La historia está plagada de grandes fuegos. Barcelona es sólo una coda. De Roma a San Francisco, pasando por Londres, el fuego ha destruído todos los principios de civilización. No hay como leer los «Diarios» de Samuel Pepys para ver los estragos del gran incendio de Londres en 1666, tres días de septiembre que parecieron anunciar el apocalipsis. La novela «El gran fuego de Londres», de Peter Ackroyd relato aquellos días aciagos. «Viejo Londres, que ha permanecido realzado durante seis siglos, en seis días, llenos de aflicción y lástima, ha sido quemada y ahogada en lágrimas», escribían en el siglo XVII los testigos de los incendios. El poder destructor de cultura del fuego también se puede ver en «La biblioteca en llamas», la última y genial crónica de la periodista Susan Orlean que nos presenta el gran incendio de una biblioteca pública en Estados Unidos en 1986, el mismo día en que estallaba Chernobyl y nadie informó de este desastre que destruyó cerca de un millón de libros.
En los últimos meses han llegado grandes novelas que giran en torno al simbolismo del fuego. La más reciente, «Noche de fuego» (Acantilado), de Colin Thurbon, la historia de siete inquilinos de un mismo piso que perecerán ese día por un incendio provocado por las llamas. La metáfora aquí es cómo salvamos nuestra memoria del fuego o como nos salvamos del fuego por nuestros recuerdos. Aunque la gran obra maestra es «Ciudad en llamas» (Random House), de Garth Risk Hallberg. «El fuego. El hedor del enebro quemado es la más dulce fragancia en la faz de la tierra, en mi honesta opinión. Dudo que todos los incensarios del paraíso de Dante podrían igualarlo», escribe Edward Abbey en la brillante «Fuego en la montaña».
Está claro que la dualidad del fuego y su gran simbolismo no es otro que la capacidad de espejo que provoca en los hombres. «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;: es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real. Yo, desgraciadamente, soy Borges», escribía, claro está, el fuego... digo Borges en «Nueva refutación del tiempo».
El fuego es, simplemente, el ser humano. Su uso lo determina y define. El fuego como espejo que proyecta y marca. Se sabe que la historia oral del mundo empezó con un grupo de hombres hablando alrededor de un fuego. La historia del hombre no es otra que la historia de sus ficciones, o sea sus cantos alrededor del fuego. Todo canto, todo fuego, es sólo una interpretación de lo que el hombre puede ser y hay que querer que sea mucho más que seres humanos que queman containerses. El fuego nos define. El fuego nos calienta. El fuego nos otorga el poder que puede enaltecernos o envilecernos. El fuego siempre seremos nosotros. No somos quemadores de containers. «Si lo vas a intentar, ves hasta el final. No hay otro sentimiento como éste. Estarás sólo con los dioses y las noches arderán con fuego. Cabalgarás por la vida en linea recta hacia una risa perfecta. Es la única pelea que merece la pena», decía Charles Bukowski. En definitiva, hay que salir a la calle y cantar: ¡El foc serà sempre nostre!
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