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El último testigo de Machado

La Razón La Razón

BARCELONA-Un frío día de invierno, el 28 de enero de 1939, un grupo de cansados viajeros llegó a Collioure, pueblo francés cercano a la frontera. Eran Antonio y José Machado, junto a su madre ya octogenaria Ana Ruiz y la esposa del segundo, Matea Monedero, acompañados del escritor Corpus Barga. Estaban exhaustos al pisar la estación de tren y el ferroviario les aconsejó que se instalaran en un establecimiento llamado Hotel Bougnol Quintana. Pero el cansancio les obligó a parar en la «placette», frente al hotel. La dueña de una tienda fue la primera ayuda de aquellos exiliados. «Mi madre los atendió y les dio café. En ese momento ella no sabía de quién se trataba. Eran gente como las que veíamos esos días». Así lo rememoraba ayer, para este diario, Georges Figueres quien hoy participa en las jornadas que el Instituto Francés dedica a Machado. En 1939 era un niño de cuatro años. Su familia fue uno de los apoyos del autor de «Campos de Castilla» y «Soledades» en aquellos tristes días.

«José y su mujer vinieron al día siguiente a la tienda de mi madre para dar las gracias. Ella les dio ropa –camisas y una muda–, pero se negaban en un primer momento. Era una cuestión de orgullo. Finalmente José dijo que en el grupo estaba "mi hermano Antonio que es un gran poeta español"», dijo Figueres. Casi a la par, el mismo ferroviario que los atendió en la estación, Jacques Baills, descubrió la identidad de Antonio Machado al revisar el libro de registros del hotel. «¿Es usted el poeta?», le preguntó. El autor de «Juan de Mairena» admitió triste que «sí, soy yo».

El poeta venía ya herido de muerte tras haber dejado su domicilio en Madrid y pasar los años de la Guerra Civil primero en Valencia y después en Barcelona. Figueres todavía recuerda hoy la imagen del poeta, así como todo lo que le contó su madre. «Él era consciente de su final. Sabía que su salud era mala y se encontraba muy desmoralizado. Le dolía mucho haberlo perdido todo, especialmente la maleta con sus últimos escritos al cruzar la frontera. Le afectó», apuntó.

Varios días se acercó a la tienda de la «placette» a dialogar con Mme. Figueres en español –ella era originaria de Palamós– e incluso planificó «montar una gran merienda para mi hermano cuando volviera del servicio militar». De quien no hablaba Machado era de su hermano Manuel, lejos de él, en el Burgos franquista y escribiendo poesías en homenaje al caudillo. «No nos dijo nunca ni una palabra de él. Tampoco lo hizo José», contó Figueres. Cuando se enteró del fallecimiento de Antonio, Manuel se trasladó hasta Collioure y constató con dolor la tragedia vivida por su familia que le costó la vida a tanto a su hermano como a su madre.

Mme. Figueres «le daba revistas para que pudiera leer. Mi padre le entregaba tabaco al poeta. Luego, cuando murió don Antonio, tuvo remordimientos por haberle dado esos cigarrillos, pero es que él ya estaba muy enfermo», comentó Georges Figueres.

Cuando se le pregunta a Georges Figueres, 75 años después de todo aquello, con qué imagen se queda, no lo duda. «Un día mi madre se ausentó de casa y me dejó con mi abuelo. Tenía que irse para velar a un muerto. Había fallecido Antonio Machado». Era el 22 de febrero de 1939. Tres días más tarde, moría Ana Ruiz, la madre del poeta. Hoy sus restos descansan en el cementerio de Collioure.

Aquel retrato que no llegó a realizarse

Antonio Machado no jugó con el niño Georges Figueres, pero su hermano José sí que lo cogía en brazos cuando visitaba la tienda de la «placette». «Yo tenía el pelo un poco largo y a él le gustaba jugar conmigo. Luego supe que había dejado a sus hijas atrás, enviadas a Rusia. No se reencontraron hasta quince años después», comentó ayer Figueres. José Machado, buen artista, quiso retratar al pequeño. Alguna vez lo sentó en el mostrador de la tienda para dibujarlo, «pero mi madre no le dio papel. Siempre le reproché que no le diera una hoja para ese retrato».