Turismo
De la tasca al gastrobar
La muerte de Joël Robuchon significa para la gastronomía lo que para la música pop supuso el fallecimiento de Michael Jackson, escrito sea para ilustrar con un ejemplo sencillo y sin que sea posible ni justo establecer comparaciones de ningún orden entre ambos personajes. Si la restauración ha pasado en España de ser un servicio a convertirse en una auténtica industria –con miles de puestos de trabajo de alta cualificación e inversiones masivas en I+D+i–, es en cierto modo gracias a este pope de los fogones, que acumuló más de 30 estrellas Michelin en los locales que poseía por todo el mundo, nacido tras la estela del legendario Jamin parisino. «Tenía poder y lo usó para hacer el bien», ha declarado Ferrán Adrià, a quien designó como sucesor en la cumbre de la cocina mundial y al que, sobre todo, aconsejó para empezar a darle al sector la importancia que adquirió con los años. «Lo más importante para que te tomen en serio es subir escandalosamente los precios», había anunciado el visionario chef Paul Bocuse, fallecido en enero con el legado de varias recetas míticas y una fórmula infalible para el progreso personal: «Una buena presentación, poco en el plato y mucho en la cuenta». Al calor del bendito turismo, Andalucía está atestada de gastrobares que recogen en cierto modo la herencia de la «nouvelle cuisine» y excitan, naturalmente, la furia del inmovilismo cateto. Como si el tataki de atún fuese incompatible con la pavía y hubiese que confesar un pecado mortal por irse hasta Chile o Sudáfrica para encontrar un vino que case bien con el jamón de Jabugo. Aunque a menudo confundimos la novedad con la novelería, y la cocina es ámbito propicio para ello, son más rechazables las posturas cerriles y ese nuevo casticismo en el que a menudo se embosca la ignorancia.
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