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Barcelona

La tomadura de pelo de Irina Shayk

Irina Shayk en el desfile de Pronovias larazon

Pareció como caída del cielo –es su momento de oro– al rematar de forma gloriosa los cinco días barceloneses dedicados a la moda nupcial. Inauguró Rosa Clará con propuestas estilizadoras y acaso revolucionarias al eliminar los velos en todas sus propuestas. Algo que se repitió en los 48 diseños de Pronovias que tiene a Manuel Mota omnipresente bajo las 10 lámparas oscilantes en el imponente Palacio Nacional que corona Montjuic y que subían y bajaban mientras fueron aplaudidas. No entiendo por qué. Papatanería, acaso. Ahora domina el salón del automóvil y al cortar calles para acercarlo a la ciudad provoca el caos en la retorcida subida hasta el Museo Nacional de Cataluña que, además de atesorar el mejor románico extraído de las iglesias, fue el escenario de esta reaparición de la modelo rusa que aportó peluquero propio y tres maquilladores. Así, dejó de lado a Moncho Moreno y Mari Ángeles Cáceres, que ya la atendieron otras veces. Es muy caprichosa. Este regreso tenía su morbo porque fue tras romper con un Cristiano excesivamente machista y que la acogotaba con su carácter dominante. Pareció otra y me recordó años atrás cuando la conocí en su primera visita a Cibeles y debutaba en España para una marca de ginebra. Luego cené con la que ya no es su pareja –me sorprendió su seriedad casi adustez, Cristiano marcaba el ritmo y ella lo admitía–. Más adelante, pasados dos años, me reencontré con ella. También fue contratada por Tito Palatchi. Después colaboró con Desigual y lanzó aquello de «la vida es chula». Fue un desafortunado eslogan que no ha hecho fortuna. Era de esperar, como la insumisión de la rusa semiatada románticamente con el portugués. Tragó quizá más de lo aceptable hasta que dijo «ya está bien».

Barcelona se entusiasmó con la «nueva Irina Shayk», el estrellón y premio final a lo animados desfiles con veteranos como Pepe Botella o el descubrimiento de Katharine Polk, que enseñó cintura al estilo bayadera. Propone pantalones para dar el «sí, quiero» ante sacerdotes, jueces y notarios igual que Susana Gallardo y Palatchi contraponen sus ofertas con una gran cita social. Estaban desde Genoveva Casanova a Malena Costa y una Ana Boyer, la hijísima, a la que descubrí una curiosidad especial en el desfile. Estaba enamoradísima de Fernando Verdasco, todavía arropado por la polémica por su fallida concurrencia en el tenis madrileño. No están en capilla, pero podrían. A ella la vi más pendiente de él, centrado en disfrutar de su primer desfile. No era el caso de Annie Costner, hija del divo americano, unida a Daniel Arthur Cox. «Nos casamos el próximo verano», me anunció bajo su túnica blanca, igual que las lucidas por Vega Royo- Villanova, que está punto de bautizar a su crío: «Es ya, ¿no?», indagué al saber que estos días lo hará en una capilla escolar. «Que va, que va. Además, nadie podrá acceder a ese colegio». Iba de verde rutilante a cuadros. Astrid Baute se lucía en blanco mientras Mónica de Tomás se prestaba a un «selfie». Vanesa Lorenzo lució una descuidada melena. Algo que no se vio en las novias que desfilaban. El aplastado moño con raya al lado no favorecía a Irina. Pero estaba espléndida de cara y figura. La modelo barcelonesa Vanesa Lorenzo se sentó con un desinteresado Enrique Solís. Acaso notó un vacío sin tener a su lado a Tamara Falcó. «Y es que eso no se hace», razonaron Chus Ezquerra, Carlos Martorell y Kiko Muntadas –inefable con su abrigo en gruesa seda tibetana– ante Helena Rakosnik , que siempre anima con su presencia lo mismo que el «conseller Puig». Ya está muy moreno.

Ver a «presi» consorte degustar las colecciones con una casi ausencia de tules superados por repetidos encajes, «creps» o sedas chifón que enmarcaban espaldas desnudas hasta la cintura choca con la casi nula presencia institucional en Cibeles. Nunca acudió Doña Sofía, tampoco Sonsoles Espinosa, la señora de Zapatero. Sólo frecuenta el lugar Ana Botella en plan alcaldesa, igual que Cristina Cifuentes, ya casi arquetipo de modernez hasta política. Barcelona es diferente, y se nota.