La Columna de Carla de La Lá
París era una fiesta (antes de la pandemia)
Más vale que estén vacunados y lleven un buen smartphone y que se les abra la aplicación de la tarjeta sanitaria internacional.
¡Quién no anhela la vivencia o al menos la idea fragante de ese París fin de siècle tan Eugenio D’Ors y del Paris de entreguerras, el de la Generación Perdida y la bohemia literaria y artística con Picasso pintando la revolución estética, acostándose con todas las mujeres de otros e invitándolas al suicidio!; ¿quién no ha visitado, al menos en su cabeza el París suicida de Modigliani y Jeanne Hébuterne, el París de las desavenencias amorosas de Scott Fidgerald y su impulsiva Zelda?; el de Ezra Pound, Joyce y la coleccionista de artistas Gertrude Stein, o el de Hemingway: “Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba.”
¿Les he contado que en un vuelo París _ LA conocí a Morgan Freeman? Estaba sola, enferma (tenía 27 años); él se ofreció a ayudarme desinteresadamente, sin la menor alusión desconcertante o confianzuda; un verdadero caballero. La única pega, que me ponía los hielos en el vaso con sus dedazos. Pero hoy no vamos a hablar de él sino de París, la ciudad de la Luz (y el pasaporte Covid).
Y qué tierna y simpática se ve Madrid desde la Torre Eiffel, con sus monumentos casi bellos y sus avenidas casi grandes y sus tiendas casi elegantes y sus mujeres casi guapas. Lo constato porque vengo de París. Del París navideño y coronavírico, que poco tiene que ver con el París de Chopin: “París responde a todo lo que el corazón desea”…
¿No han soñado ustedes, amigues, madres del barrio de salamanca con mechas y la tarjeta de El Corte Inglés que fumaban opio y bebían absenta mientras jugaban al juego de las sillas en el París nocturno y acanallado con un pincel en la boca?
Y luego que sin duda las ciudades tienen sexo, Londres es un hombre, igual que Roma, pero París… París es una mujer… (ahora con mascarilla).
Es divertida la extraña fantasía libre y dadá, incluso, que se apodera de nosotros cuando viajamos a París por placer, eso hasta que nos topamos con la lluvia, queremos guarecernos en el soñado bistrot y nos piden en la puerta el certificado europeo homologado de vacunación (no vale el español).
Hace años, para viajar, había que ser una persona portadora de cierto estatus (ahora sobre todo de un smartphone con muchos datos y aplicaciones). En fin, recuerdo cuando viajar en avión era elitista, un extraño ritual para el que la gente se arreglaba con esmero. Recuerdo a mi madre impecable, guapísima y sonriente, parisienne, de sombrero, antes de embarcar.... Recuerdo la aventura maravillosa que suponía volar rodeada de personas atractivísimas de todas las nacionalidades. Recuerdo cada segundo de esos viajes donde todo era armonioso, delicado, cortés… empezando por las azafatas, de peluquería, ataviadas con impecables uniformes diseñados por un famoso modisto como Balenciaga, Nina Ricci, Pertegaz o Christian Dior, bellísimas…
Pero volvamos al nuevo régimen. Tras una hora caminando bajo la lluvia con un paraguas plegable de dos tres euros, tomar una copa de vino, un café, un caldo o una langosta, se convierte en un imposible si no se te abre la aplicación de la tarjeta sanitaria internacional (attention !!! próximos viajeros).
Visualicen que soy una señora rubia enclenque junto a sus dos pequeños del país contiguo, no quiero imaginar cómo zarandean a los varones fornidos, poco agraciados, de nacionalidades sospechosas…
Comprendo la suspicacia con los turistas, en cierto modo porque viajamos muy feo, hay que reconocerlo; se ha perdido el respeto a la hermosura, a las maneras. Se ha desdramatizado lo único que debía ser solemne: la “Forma”.
Yo nací poco después que el Concorde, el avión puntiagudo de Alexis Colby y Kristle Carrington ¿lo recuerdan? Podía llegar a los destinos en la mitad de tiempo que un avión convencional debido a su velocidad supersónica, pero el grave accidente de uno de ellos en el 2000 y otros factores como la escasa rentabilidad, precipitaron su retirada definitiva.Los suegritos de mi hermana, me cuentan que viajaron mucho en el Concorde y que era aterrador, mucho más que el coronavirus, como viajar en un avión de papel donde todos los objetos eran de una levedad imposible para restar peso y no oponer resistencia a la magnífica velocidad. Cogías un cuchillo y no se podía untar la mantequilla. Te abrochabas el cinturón y parecía de chocolate. También dicen que era divertida la ruta París-Washington, donde siempre coincidían con celebridades de la época como Liz Taylor, que para contrarrestar la ansiedad del avión pasaba las 4 horas y media del trayecto bebiendo un whisky tras otro y haciendo eses hacia el baño.
Ahora, desafiando a ómicron, viajamos apiñados, deslucidos…¡sí! Pero, lejos de casa, en ese u otro París, fuera de tu vida, te encuentras extrañamente vivo y en la soledad, bajo la lluvia, no sientes desamparo, sino libertad, en vez de irritación, condolencia, en lugar de cansancio, satisfacción...Porque fuera de casa... uno quiere volver, pero no quiere. Uno se siente cosmopolita, impune, delgado...