Chicago
Trump desata la ira en Chicago
Una batalla campal entre seguidores y detractores del magnate obliga a cancelar un mitin en Illinois
Una batalla campal entre seguidores y detractores del magnate obliga a cancelar un mitin en Illinois
Faltaban unos minutos para que Donald Trump, programado genéticamente para seducir y ofuscar, pisara el escenario del abarrotado pabellón. Chicago, la ciudad del viento y el blues, partera de una criminalidad digna del rayo láser del escritor George Pelecanos, acogía la enésima cita en una campaña que cuenta los días para reventar definitivamente la caja de las primarias y conquistar con la nominación. En el edificio de la Universidad de Illinois vociferaban miles de sus partidarios, envueltos en banderolas estrelladas, felices de escuchar al líder que prometió restaurar la "grandeza de América", signifique lo que signifique, pero también grupos de opositores, guatemaltecos y mexicanos, afroamericanos del South Side y hondureños, y blancos, bastantes, la mayoría jóvenes. Todos enemistados con Trump y cuanto representa. Tras reunirse con la policía y el servicio secreto, que custodia sus actos, la organización de Trump resolvió suspender el acto. Entre medias, gritos e insultos, cargas policiales en el exterior, cinco detenidos, entre ellos un cámara de la CBS, y un mensaje por megafonía. «Para garantizar la seguridad de las decenas de miles de personas congregadas, el mitin de hoy ha sido suspendido».
Convulsionada por las recientes muertes de civiles a manos de la policía, en un clima nocivo, de protestas y contrarréplicas, Chicago simboliza como ninguna otra la melting pot, el crisol o potaje racial estadounidense. Ha pasado de ser blanca en un 91,7%, año 1940, a que los negros constituyan el 33% de su población y los hispanos el 28,9%. Qué mejor sitio, debieron de decirse las huestes anti Trump, para que el showman con vocación de comandante en jefe viera sacudido su arrollador desfile de la victoria. En realidad el de las trifulcas es un fenómeno repetido en sus mítines-. Tanto que el New York Times publicó esta semana un reportaje de título meridiano: «¿El acto político más arriesgado en 2016? Protestar en un mitin de Donald Trump». La sucesión de escándalos, incluidas las quejas de unos cuantos periodistas, que afirman haber sufrido agresiones, amenaza con eclipsar cualquier otro aspecto de la campaña. Casi una profecía autocumplida para quienes temían que la retórica Trump sería desbordada por su propia violencia. «No ha sitio para un líder nacional que aprovecha los miedos de la gente», ha comentado el republicano John Kasich. «Cuando tu campaña falta al respeto a los votantes», dijo Ted Cruz, «cuando montas una campaña que promueve la violencia, cuando eres acusado de haber agredido físicamente a miembros de la prensa, creas un ambiente que propicia estos feos sucesos».
«Honestamente, nuestro país está muy dividido», acertó a explicar Trump, minutos después de suspender su mitin, ante las cámaras de la NBC. Llovía sobre mojado. El pasado miércoles un seguidor suyo, John McGraw, propinó un puñetazo en la cara a un activista negro. Michelle Fields, reportero del portal Breibart, ha denunciado una embestida a manos de Corey Lewandoski, director de campaña de Trump. Durante otra asamblea, exasperado por las interrupciones, el favorito para obtener la nominación republicana espetó: «Golpeadlo hasta quitarle la tontería, ¿vale? Prometo pagar los gastos legales». Ben Jacobs, del Guardian, que ha relatado estos otros incidentes, escribía hace unos días como Trump pidió a los seguratas que despojaran de sus abrigos a los manifestantes antes de echarlos a la puta calle. Por mucha rabia que sintieran, tendrían complicado sobreponerse al frío.
La revista Slate ha elaborado una lista con los peores incidentes. El pasado 8 de marzo una activista fue proscrita a empujones de la concurrencia. El 7 de febrero, en Virgina, un fotógrafo fue reducido por un agente del servicio secreto cuando intentaba fotografiar a los bullangueros. El 14 de diciembre, en un mitin en Las Vegas, hubo voces que pedían quemar vivo a un agitador negro. También hubo agresiones en Alabama, Miami y Virginia. Según Ashley Parker, que cubre la campaña para el NYTimes, la frecuencia de los altercados es tal que los asesores del candidato quieren aprovecharla. La violencia no es culpa suya, el solo defiende el derecho a ejercer la libertad de expresión y lo que pasa es que algunos comprenden mal hasta qué punto hay ganas de revolcar la escena política y meterle yesca.
A veces Trump detiene su perorata y se interesa por la seguridad de quienes pretenden boicotearle. Estaríamos entonces ante la versión estupefacta de un hombre apesadumbrado por la intolerancia. Otras veces, en modo profesoral, afea a los agitadores su mala conducta. En ciertas ocasiones reparte insultos como quien riega las gradas de confeti. Las tres caras, la empática, la melancólica y la impetuosa, danzan en un multicolor juego de máscaras que nunca incluye la posibilidad de rebajar su octanaje dialéctico. «No hay sitio para la violencia en nuestra política», ha escrito Hillary Clinton en un comunicado. Tal vez. Pero el próximo martes hay nuevas votaciones y Trump lidera las encuestas en Florida, Ohio, Illinois, Carolina del Norte, Missouri y Maryland.
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