Oriente Próximo
Seis meses de guerra en Gaza, medio año bajo tierra
Los familiares de los rehenes establecen su sede operativa en Tel Aviv para exigir su liberación inmediata e incondicional
Con la guerra de Gaza sin resolución a la vista, el destino de 134 israelíes sigue bajo tierra. Medio año después de ser capturados por Hamás durante la masacre del 7 de octubre, los familiares de los rehenes siguen sin saber dónde ni cómo se encuentran los suyos. Se estima que al menos 32 murieron, y la cúpula de Hamás podría estar usando al resto como escudos humanos en túneles en el área de Rafah, último bastión de la Franja bajo control islamista.
El comité central de familiares de rehenes preservó cautela, y evitó presionar al Gobierno para no dinamitar las sensibles negociaciones para liberarlos. Pero la semana pasada la paciencia se agotó: se unieron a las marchas en Tel Aviv exigiendo la dimisión del primer ministro Benjamin Netanyahu y la convocatoria de elecciones. Sienten que el premier no prioriza alcanzar un acuerdo con Hamás para la liberación de sus familiares, y le acusan de alargar la guerra por cálculos políticos.
Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas, reconoció en febrero que «liberarlos no es lo más importante». Para la derecha radical, la prioridad es destruir a Hamás, reconquistar Gaza y restablecer colonias judías. Según la prensa hebrea, las negociaciones para liberar a los rehenes –bajo mediación qatarí– siguen estancadas, dada la negativa israelí a la exigencia de Hamás de permitir el retorno de civiles al norte de la derruida Franja.
Pese a que la ofensiva militar ya ha matado a más de 33.000 palestinos según el Ministerio de sanidad de Gaza, Netanyahu insiste en lograr la «victoria total» en la guerra. Para Bibi, la «presión militar» es clave para liberar a los rehenes, pese a que solo tres fueron rescatados en operaciones especiales. En la tregua a final de noviembre, Hamás liberó a 105 a cambio de 240 presos palestinos.
Los familiares de los rehenes establecieron su sede operativa en Tel Aviv, cerca de la plaza donde sigue preparada una larga mesa de Shabbat con 134 sillas. Además de los omnipresentes retratos de los ausentes, un puesto de venta de merchandising para ayudar a las víctimas o un escenario para oradores, la plaza acoge la simulación de un túnel, que en su interior reproduce el sonido de bombardeos. Pese a la vuelta a una extraña rutina en Israel, pretenden evitar que sus compatriotas olviden el calvario que sufren sus seres queridos.
A finales de marzo, los familiares recibieron a periodistas europeos, en un encuentro organizado por la asociación EIPA. Están centrando sus esfuerzos en dos áreas: apoyar a las familias con rehenes en asuntos legales, médicos o financieros (200.000 israelíes fueron desplazados de sus casas); e intensificar la diplomacia a nivel doméstico e internacional. Recuerdan que hasta el 6 de octubre pasado eran gente con vidas «tan aburridas como las vuestras», y que en cuestión de horas sufrieron un terremoto vital.
Yuval Haran, oriundo del kibutz Be’eri, cuenta que sus abuelos fundaron esta comunidad fronteriza con Gaza, y que entre sus 1.200 habitantes –100 fueron asesinados– todos se conocían. «Be’eri era un 99% de paraíso, y un 1% de infierno», dice en referencia a la amarga rutina de refugiarse de los misiles. Se habituaron a las escaladas bélicas, donde disponían de 15 segundos para correr al refugio cuando sonaban las alarmas. «Pero lo del 7 de octubre nadie lo pudo imaginar. Hasta hoy me cuesta creer que ocurriera», reconoce. Aquel día estaba con su pareja de vacaciones cerca de Eilat. Sus padres, tíos, hermana y marido con dos hijos, y otra tía y su primo, estaban en el kibutz.
La vida de Yuval se sacudió a las 6:30 de la mañana. Despertó al percatarse que había problemas en Be’eri. «Pensé que no sería nada, llamé a mi madre. Me dijo que estaban cerrados en la habitación blindada, y que no podía hablar», recuerda. Pasados veinte minutos, el chat del kibutz sacaba humo. «Es probablemente la peor película que jamás podáis imaginar. Mi amigo escribió que le estaban disparando, otro vecino que su casa ardía en llamas e intentaban penetrar», prosigue el joven. Sobre las ocho, sus familiares le alertaron que oían gritos en árabe. Los asaltantes reían histéricamente, mientras ametrallaban y quemaban casas. El último mensaje de su padre llegó a las 10:30: «Os quiero mucho».
Yuval cuenta que muchos residentes eran activistas por la paz, mayormente ancianos, sin medios para defenderse. «De tener una vida centrada en la naturaleza, pasé a luchar por la supervivencia de mi familia. Tenía a ocho familiares encerrados en un refugio, y no sabía nada de ellos», afirma. Pasó una semana sin comer ni dormir. Días después, certificaron la muerte de su padre y dos tíos. «Empezamos a hablar en números. Nuestra familia tenía tres asesinados y siete secuestrados», aclara. Durante 50 días, no supo si sus familiares en Gaza seguían vivos. Afortunadamente, todos menos Tal, su cuñado, fueron liberados durante la tregua de noviembre.
Insiste en que fue un «ataque planeado», ya que supervivientes le contaron que los terroristas disparaban a las puertas gritando nombres de los residentes. «Esto no va de visiones sobre el conflicto. No quiero que los palestinos sufran, que ningún niño pase hambre. Pero su liberación es una cuestión de humanidad. Son niños, bebés o ancianos de hasta 86 años». E insiste: «No queda tiempo, cada segundo que los rehenes siguen ahí, su vida corre peligro. Debemos salvarlos».
Ayelet Samerano, cuyo hijo Yonatan fue capturado tras huir de la matanza en el festival de Nova y buscar refugio en Be’eri, recuerda que civiles gazatíes también participaron en la matanza. Tras los disparos que mataron a su hijo, «vino un coche de UNRWA, con supuestos trabajadores sociales, y secuestraron a mi hijo». La escena está captada en vídeo. Pasados 57 días, certificaron la muerte de Yonatan.
Desde entonces, solo anhela su retorno. «¿Cómo puede una madre, que parió a su bebé, vivir sin decirle adiós por última vez?», se pregunta emocionada. Dice que debe saldar cuentas con la ONU, no con Hamás, ya que «un trabajador suyo secuestró a mi hijo, y quiero que me lo devuelvan».
Daniel Amiram aparece en la sala con una larga barba blanca. Decidió dejársela hasta que Omri, su hijo, regrese a casa. «Nos afeitaremos juntos, porque él tampoco puede afeitarse», empieza. Como todos, captó la dimensión de la tragedia por televisión, viendo como mataban a niños, mujeres y mascotas. «Llamé de nuevo a Omri. Veía a los asaltantes desde su ventana. Metió a su mujer y sus dos hijas en el refugio, y salió a por cuchillos de cocina», rememora.
A las 11 no supo más de ellos. Le paralizó el dolor, y dio a todos por perdidos. Por la tarde, su consuegra le llamó: «Secuestraron a Omri, pero las niñas están bien». Pasó del llanto incontrolable al éxtasis, y se unió a su nuera Lishay y sus nietas para apoyarlas. Ella le contó que cinco terroristas usaron a un joven lugareño para sustraer víctimas. «Omri, o abres, o me matan», exclamó el chico. La hija mayor, que recién cumplió dos años, salió gritando: «¡Papá, papá, no te vayas!». Y Lishay le imploró: «No te hagas el héroe».
Para las familias, la liberación de sus seres queridos debería ser una prioridad incontestable. «Debemos cambiar la narrativa. Deben ser liberados sin condiciones. Abducir, torturar y matar humanos es inaceptable, y quiero que el mundo levante la voz», suplicó Yuval.