Mujeres
Nadia Ghulem (Kabul, 1985) lleva días pegada al móvil. Su voz suena acongojada al otro lado del teléfono desde Barcelona, donde vive desde hace 15 años. Llegó para recibir tratamiento médico gracias a la Asociación para los Derechos Humanos en Afganistán y se quedó. La acogió una familia que ya se ha convertido en la suya y con la que ahora comparte los desvelos por lo que está sucediendo en su país: «Lo que siento es mucho dolor, desesperación, miedo por mi familiares. Hablo todo lo que puedo con ellos, espero que el Gobierno de España pueda sacar a alguno de allí, tal y como me ha prometido».
El sufrimiento es un viejo conocido de Nadia, igual que de tantos millones de compatriotas. Aunque ella siempre pensó que «los talibanes no durarían mucho, al final se quedaron en el poder diez años». Recuerda incluso lo que se decía a sí misma en los primeros días, allá por 1996: «Esto pasará pronto, tranquila, mañana volverás a ser Nadia de nuevo».
Mucho se teme que esta vez no va a ser diferente, que pese a que los fanáticos islamistas han «aprendido» a ser más prudentes para no causar el pánico general, el fondo es el mismo e igual de terrible para las mujeres. «Es posible que ahora tengan dos caras, la real y la que muestren a la comunidad internacional. Sobre todo por la presión social y por el miedo que implantaron en los corazones de las afganas cuando estuvieron en el gobierno».
Desde la caída de Kabul el pasado domingo, son muchas las voces que alertan de que la supuesta tibieza que muestran, de momento, los talibanes, es solo un disfraz momentáneo. Lo cierto es que ya se han reportado casos de mujeres a las que han ido a buscar a su casa, pese a que la ausencia de información sobre lo que está pasando fuera de Kabul es atronadora.
Nadia asegura que los radicales mantienen un discurso ambiguo «para convenceros a vosotros, no porque sea real». Algunas fuentes autorizadas del talibán han dejado caer en alocuciones públicas a través de Internet que en la nueva era podrían dejar a las niñas ir a la escuela o a las mujeres salir a trabajar. Sin embargo, tal y como han constatado periodistas que aún permanecen en la capital afgana, las mujeres comienzan a recluirse en casa y a ponerse el burqa, cuyo precio se ha disparado en los mercados locales.
Nadia, ahora escritora, sabe bien lo que es vivir bajo la dictadura de la «sharia» (ley islámica). Durante varios años se hizo pasar por su difunto hermano Zelmai para poder salir a buscar el sustento vestida de chico. Hija de un farmacéutico y una mujer analfabeta, su casa recibió el impacto de una bomba en 1991, durante la guerra civil. Con apenas seis años, resultó abrasada en el impacto y sufrió quemaduras que le dejaron graves marcas en la cabeza y en la cara. Lo cuenta todo en «El secreto de mi turbante» (editorial Planeta).
El temor de esta mujer de 36 años es que el régimen de los barbudos la pueda tomar con sus padres tras su activismo en Europa. Tiene tres libros traducidos a 14 idiomas y ninguna intención de amilanarse. En una entrevista concedida a Antena 3 el pasado fin de semana, confesaba a Matías Prats lo que le transmitía su familia a través del teléfono móvil que ella misma les compró y envió en un paquete para estar en contacto: «He hablado con ellos y están todos encerrados en casa. La situación es muy complicada. Esto es así no solo por la entrada de los talibanes, sino porque ahora todo el mundo tiene armas en sus manos. El Gobierno las dejó por todas partes antes de irse; la inseguridad es máxima. En mi barrio, por ejemplo, hay gente armada que ha entrado y ha tratado de robar, por lo que los vecinos están sufriendo mucho. No hay agua, ni luz, ni dinero». Para los que le preguntan qué pueden hacer, Nadia colgó ayer un enlace en su cuenta de Twitter en el que se puede efectuar una donación.
La primera rueda de Prensa del nuevo régimen ayer por la tarde no resultó nada tranquilizadora. Aunque el principal portavoz, Zabihulla Mujahid, aseguró que las mujeres podrán trabajar, también dijo que estarán «encantadas» de vivir bajo la «sharia» porque para eso son musulmanas. La anulación de esa ley islámica que Mujahid considera tan maravillosa para el género femenino permitió un avance espectacular en materia laboral y de educación durante 20 años.
Hasta la retirada americana de Afganistán que ha precipitado el desastre, un 25% de los parlamentarios eran mujeres y más de 100.000 ocupaban puestos en la gestión municipal. Durante dos décadas se formaron y se incorporaron a trabajos de todo tipo; desde la Policía a la Universidad o la Medicina. Fue costoso y duro, pero la sociedad avanzaba. Ahora los cerca de 37 millones de seres humanos que viven en Afganistán serán arrastrados a la Edad de Piedra. Una involución que muchos vivirán con pavor a lo desconocido porque no se acuerdan de lo que era (mal)vivir así; cerca de dos tercios de la población tienen menos de 25 años. Ni siquiera pueden recordar lo que les espera.
El domingo pasado, el diario británico «The Guardian» publicó una carta extensa de una joven afgana (que pedía mantener el anonimato) en la que explicaba su sentimiento de impotencia y derrota: «Ahora voy a tener que quemar todos mis logros, lo que tanto trabajo y esfuerzo me ha costado». Entre otras cosas, sus dos títulos universitarios. «Con lo que me ha costado llegar hasta aquí, convertirme en la persona que soy hoy... Lo primero que hemos hecho mi hermana y yo tras la caída de Kabul es correr hacia casa para destruir nuestros diplomas, nuestros certificados de notas. Ha sido devastador, ¿por qué tenemos que esconder algo de lo que nos sentimos tan orgullosas? En mi país no podremos volver a ser lo que éramos. No nos lo van a permitir».