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La Razón
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Creo recordar que sólo en una ocasión he tenido la oportunidad de conversar con calma con el eurodiputado del Partido Popular Íñigo Méndez de Vigo. Fue durante un almuerzo en el Nuevo Club de Madrid, que es una asociación centenaria y donde los socios, mediante reserva y encargo, pueden disfrutar de una de las mejores cocinas de España. Su cocido madrileño es una obra de arte. Allí nos convocó un amigo común, y Méndez de Vigo me pareció inteligente y algo denso. No sería sincero si afirmara que me impresionó vivamente su arrolladora personalidad. Al abandonar el Nuevo Club, en la calle de Cedaceros, le comenté a nuestro anfitrión que uno de los defectos más acusados de algunos políticos es la pedantería y la suficiencia. Hablan para una humanidad inferior. Los políticos y los diplomáticos -con excepciones, claro-, son los que peor eligen su anecdotario personal, y los que más alargan sus narraciones. Lo de «ponte en Kenya» se adapta perfectamente a sus condiciones tertulianas. Íñigo Méndez de Vigo pertenece a una familia «de las de siempre», como antaño se decía. Una ilustre familia «de toda la vida». Cuando se estableció en España la libertad religiosa y de conciencia, Antonio Mingote lo celebró con un dibujo excepcional, como todos los suyos. Salen de oír la Santa Misa dos señoras «de toda la vida» y un señor bastante adusto vestido de negro que oye la charla de las maduras féminas. Y una le dice a la otra: «No, querida, lo de la libertad religiosa y de conciencia es para contentar a la gente moderna, porque al Cielo, lo que se dice ir al Cielo, iremos los de siempre». No hay crítica malsana en esto, porque mi familia es también de «toda la vida» y acostumbramos, como todos los de siempre, a ir al Cielo cuando Dios decide que ya hemos dado en exceso la lata sobre la tierra. Eso, Dios, el Misterio, que a tantos produce irritación en los tiempos actuales. Para los cristianos, Dios nos da la vida y de Dios depende la hora de nuestra muerte, del tránsito. Salvo situaciones extremas, consideramos el aborto un crimen contra el ser más indefenso del mundo y no confundimos la eutanasia con la muerte digna. La ciencia no puede adelantar la muerte de nadie como tampoco alargar mecánicamente una vida irremisiblemente agotada. La eutanasia es la aceleración de la muerte, con el conocimiento o sin la aprobación del agonizante y su familia. «Muerte sin sufrimiento físico», aceptado también por la Real Academia Española. Manifiesto mi desacuerdo. Se puede morir dignamente y sin sufrimiento físico sin necesidad de recurrir a la eutanasia. Y como el aborto, no es una cuestión entre cristianismo o no, o catolicismo o no, sino entre moralidad e inmoralidad, y ética o antiética. El horror y el estupor ante la visión del cuerpo de un niño de veinte semanas pasado por una trituradora no son exclusivos de los cristianos. Y la eutanasia aplicada, con permiso o no, a un paciente que aún puede recuperar la vida, nada tiene que ver con la muerte digna y sí con el crimen inducido por la ciencia. Íñigo Méndez de Vigo, parlamentario del PP en Bruselas, figura entre los que votaron o se dejaron engañar por un texto ambiguo que no engañó a otros. Y también fue el único que votó a favor de la eutanasia. Todo es cuestión de conciencia. Lo que está claro es que si Méndez de Vigo abandona la política, siempre encontrará trabajo como asesor internacional del doctor Montes.