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Crítica de cine

Bravísima Ana

La Razón
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barcelona- ¿Cómo no echarla de menos, cuando este viernes se cumplen 100 años de su nacimiento? Magnani era excepcional en todo. Mírenla, si no, en sus fotos: la cara angulosa, proletaria, algo castigada, con círculos grises de agotamiento bajo sus ojos, y, aun así, una estrella. ¿Dónde estaba el glamour? ¿Por qué los americanos se dejaron seducir por una actriz que contradecía, punto por punto, el manual de instrucciones de la alfombra roja? Quizá por la ley de la compensación: allí donde el «star system» prometía fantasía, Magnani, mujer procazmente italiana, prometía realidad. Por encima de todo siempre estuvieron sus emociones: por encima de sus amantes, por encima de sus personajes, siempre fue Anna Magnani. Siempre fue real.

«Casi emblema, el grito de la Magnani en nosotros/bajo los mechones desordenadamente absolutos, /renueva en las desesperadas panorámicas,/y en las ojeadas vivas y mudas/se concentra el sentido de la tragedia. Es allí que se disuelve y mutila/el presente, y ensordece el canto de los aedos». En estos versos Pasolini rendía homenaje a la secuencia de «Roma ciudad abierta» (Rossellini, 1945) que la transformó en mártir de la posguerra y estrella internacional. Tenía 37 años, había cantado en cabarets, se había dejado la piel en vodeviles y obras de teatro, pero el cine era una asignatura pendiente: sólo había destacado en un papel secundario en «Teresa Venerdi» (1942), de De Sica. Rossellini le regaló un personaje-emblema, la primera oportunidad que tenía de interpretarse a sí misma. Mujer consumida por sus pasiones y entregada a la impetuosa autenticidad de su turbulenta vida sentimental, se casó en 1933 con el director Goffredo Alessandrini, matrimonio que fracasó pronto y del que obtuvo la anulación en 1950. Mientras, tuvo un hijo con el galán Massimo Serato y mantuvo una relación tormentosa con Rossellini, que la abandonó por Ingrid Bergman.

Madre leonina

Celosa y competitiva, convenció a William Dieterle para que la dirigiera en un filme situado en un volcán («Vulcano», 1950) como respuesta al «Stromboli» (1949) que Rossellini dedicó a la Bergman. El papel de madre abnegada y leonina, feroz protectora de sus cachorros, era su preferido, quizá porque así se comportó con Luca, su único hijo, después de que éste sufriera la polio. Difícil no aplaudirla en «Bellisima» (1951), de Visconti, madre de una niña prodigio que no quiere serlo, madre orgullosa y rabiosa, madre coraje en busca de una fama vicaria, virtual e interpuesta. Difícil no arrodillarse ante su talento en «Mamma Roma» (1962), de Pasolini, en la que, prostituta a quien le basta un largo plano secuencia para erigirse en fuerza de la Naturaleza, protege a su hijo de la vida de barrio, vende su cuerpo para alejarle de la calle. Magnani fue la madre de Italia, fue Italia entera, o Roma abriendo su corazón al mundo. Ella se bastaba y sobraba para llenar la pantalla, y así la filmó Fellini en una de sus últimas apariciones en el cine. Fue también otra madre, viuda y rasgada por dentro, la mujer que un Tennessee Williams había soñado en sus mejores pesadillas, «La rosa tatuada» (Daniel Mann, 1955), y la hembra hambrienta de sexo de «Piel de serpiente» (Lumet, 1959). Así la vieron, tal vez, los americanos: la madre del neorrealismo, la madre de la autenticidad, la madre que no acaba de creerse que ha ganado un Oscar cuando un periodista la despierta para preguntarle cómo se siente. La madre que es actriz y que sólo es feliz, cuando, en el escenario de «La carroza de oro» (Renoir, 1953), actúa en el teatro del mundo para demostrar a su público que nunca será otra que la Magnani.