Historia
Vivir por Andrés ABERASTURI
Escribo esta columna desde la ternura de mis leucocitos disparados por la gripe, frente la radiografía de unos pulmones que aún respiran a vida aunque con «cambios degenerativos en planos óseos visibles en relación con la edad del paciente». El doctor es Jerónimo Farré y el paciente –en todos los sentidos– que degenera, yo. A ciertas edades uno se encuentra con más compañeros en las salas de espera de los hospitales que en la ruedas de prensa. Pero esto es lo que hay. Termina un año y no es mala cosa mirarse por dentro, sin exagerar, una especie de vistazo general porque ya cuesta ponerse los zapatos sin estar sentado y echarse al hombro un saco de treinta kilos es un error que pagan luego los riñones. No es fácil envejecer porque en realidad nunca se tiene una conciencia exacta de que el tiempo pasa. El bueno del doctor Farré mira los dibujitos que hace mi corazón y tiene una respuesta balsámica a una pregunta que me empeño en exagerar para disimular un sentimiento cierto:
-Entonces, todo parece indicar que me dará tiempo para conocer a mi nieto
-Si te lo presentan, sí.
Todo va bien entonces. Se acaba el año y salvo esta gripe sin fiebre con la que convivo pacíficamente, mis interiores siguen su curso natural aunque «degeneren en planos óseos» que no sé lo que es ni lo pienso preguntar. El hecho de vivir es un fantástico milagro y cada vez que se termina un año te das cuenta de que, pese a los leucocitos disparados, merece la pena seguir aquí aunque las tertulias se hayan trasladado del viejo café a la sala de espera del urólogo.
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