Directo Black Friday
Londres
El Congo la vergüenza de Bélgica
Conan Doyle, Twain, Casement, cuya figura aborda Vargas Llosa en su nueva novela, y G. W. Williams, el primer gran historiador negro, denunciaron en varios medios la matanza. Un libro reúne por primera vez en español estos textos de denuncia que aún hoy estremecen al leerlos
Su nombre era Bikela. Había nacido en Ehanga, el Congo. Roger Casament, cónsul británico, recogió su declaración en un informe. Éste es su testimonio: «Varios soldados discutieron por mi madre, porque todos la querían como esposa, y al final decidieron matarla. La mataron con un arma –le dispararon en el estómago– y ella cayó al suelo; cuando vi aquello, lloré mucho, porque habían matado a mi madre y a mi abuela y yo me había quedado sola. A mi madre le faltaba poco para dar a luz». Sekolo provenía de Nkoho. Era joven cuando lo prendieron. Su relato: «Ataron a seis personas, pero no sé a cuántas habían matado, porque eran tantas que no pude contarlas. Cogieron a mi hermana pequeña y la mataron; luego arrojaron su cuerpo al interior de una choza a la que prendieron fuego». Ncongo era una alumna en una misión. Ella misma cuenta lo que vivió: «Los soldados vieron a un niño pequeñito y, al ir a matarlo, el niño se rió; el soldado golpeó al niño con la culata de su arma y luego le cortó la cabeza. Un día mataron a mi hermanastra y le cortaron la cabeza, las manos y los pies porque llevaba adornos». El vocabulario es esencial. El horror tiene su propia terminología. Las palabras con la que se maneja el exterminio. El Tercer Reich usó las suyas en la Alemania de Hitler, y en el Congo del rey Leopoldo II de Bélgica no hubo excepciones, también tuvo sus propios vocablos. «Capita» (capataces nativos), «N,taka» (barras de latón para comerciar con los blancos) o «kwanga», tortas de mandioca cocida que se ordenaba preparar a las mujeres de las tribus para sostener a la soldadesca del poder.
Catálogo de los horroresPero había algunas palabras más temidas. Las que recuerdan la servidumbre de toda una nación sometida y vejada sólo por los intereses comerciales de unas empresas que mercadeaban por sus tierras y sus ríos, como «chef de Poste», el blanco que ordenaba a los soldados; «caucho», por el que cientos de personas fueron esclavizadas, explotadas, asesinadas o raptadas; «imposition personnelle», que condenó a cientos de hombres a trabajar gratis para pagar lo que se les exigía (en ocasiones encarcelaban a las esposas para que los maridos se dieran más prisa en sumar la recaudación forzosa que se les pedía). Incluso hay apellidos que despertaban el espanto entre los indígenas, como Bondinga, un teniente al que llevaban las manos cortadas de los que eran asesinados, o el famoso Henry M. Stanley: «Sólo pronunciar su nombre provoca escalofríos entre estas gentes sencillas; recuerdan sus promesas rotas, sus abundantes groserías, su mal carácter, sus fuertes golpes, sus duras y rigurosas medidas, con las que les estafó sus tierras». Fue todo esto y mucho más. Ediciones del Viento recopila ahora en «La tragedia del Congo» cuatro documentos durísimos, traducidos por primera vez al español, sobre este episodio del colonialismo europeo en África que todavía hace sonrojar al viejo continente. Los cuatro están firmados por autores con autoridad, intachables. Intelectuales y escritores de renombre: Arthur Conan Doyle, que publicó estas páginas en 1909; Mark Twain, que lo redactó en 1905; Roger Casament, diplomático irlandés y activista a favor de los derechos de las poblaciones nativas (y figura en la que se centra la próxima novela Mario Vargas Llosa; el novelista también publicará en otoño un libro sobre sus viajes por el Congo), que constató cuál era la situación con este informe en 1903, y George W. Williams, el primer negro en ser elegido para entrar a formar parte de la Asamblea legislativa de Ohio, que remitió esta carta abierta en 1890. Un cuarteto de documentos marcados por la personalidad y la idiosincrasia de cada uno de ellos. Desde un género sintetizado, más cercano a la epístola, a otro con carácter de informe. En medio, las pluma literaria de Conan Doyle, que aborda unas extensas y concienciadas páginas, y Mark Twain, marcadamente antiimperialista y que afrontó esta crítica a través de un soliloquio irónico y lacerante. El retablo que despliegan es el de una población sometida por los llamados «barones del caucho». No contaban los seres humanos. Sólo qué podían conseguir a través de su explotación. El coste de vida de un nativo valía menos que el metal con el que se acuñaban las libras. «Obligan a los nativos –escribe G. W. Williams–, a punta de pistola, a proporcionales pescado, cabras, aves de corral y hortalizas; y cuando los nativos se niegan a alimentar a estos vampiros, informan a la estación principal y aparecen los oficiales blancos, acompañados por una fuerza expedicionaria que prende fuego a las casas de los nativos. Estos soldados negros, muchos de ellos esclavos, ejercen el poder de la vida y de la muerte. Son ignorantes y crueles, porque no comprenden a los nativos; el Estado se los impone». Aquellas tierras acabaron en manos de unos pocos. Las siglas de esas compañías explotadoras, como «A.B.I.R.», hacían huir a las gentes de sus aldeas. Casement aporta una lista, la lista de la vergüenza, que hizo durante dos visitas en dos momentos distintos de su vida. Botunu, en 1893, tenía 500 habitantes. En 1903, 80; Bosende, 600 el primer año de su visita, ninguno, en el segundo; Irebu, 3.000; después, 60; Ngero, 2.500, más tarde, 300. Su experiencia es un relato traumático y violentísimo. Un viaje al interior de la selva que no deja indiferente. Desde Leopoldville hasta lo más hondo de una civilización. Catálogo de los horroresSu recorrido y el que traza Joseph Conrad en «El corazón de las tinieblas» comparten paralelismos. De hecho, Casament, un personaje apasionante que acabó sus días tildado de terrorista, y Conrad coincidieron en el Congo. El primero describió al novelista polaco, que escribió toda su obra en inglés, el catálogo de horrores que asolaban esos territorios. Y el escritor, se ve, no desperdició un solo detalle. Ahí están esas compañías que remontan la corrientes de los ríos buscando leña y que orillan unos territorios de los que no había desaparecido todavía el canibalismo y que estaban privados de justicia a pesar de estar bajo la tutela de la vieja Europa. «No tienen en cuenta ni los derechos, ni las propiedades, ni las vidas de los nativos», recoge Roger Casement.
Roger Casement, otro testigo Vargas Llosa lleva dos años escribiendo el libro «El sueño del celta», una vida real, la del cónsul británico en el Congo a principios del siglo XX y amigo del escritor Joseph Conrad, Roger Casement (1864-1916). El diplomático vivió en el país africano durante la época del «boom» del comercio del caucho. Político nacionalista irlandés, de ahí lo del «celta», conoció al famoso aventurero Henry Morton Stanley y fue compañero de viajes de Joseph Conrad por el río Congo, y ambos testigos de las crueldades cometidas en lo que el Rey Leopoldo de Bélgica convirtió en su cortijo. Casement denunció esas atrocidades, los trabajos forzados y las masacres en el informe que lleva su nombre y que llegó a ser presentado en el Parlamento británico en 1903. Por su experiencia fue nombrado Sir y, unos años más tarde, le enviaron a Santos (Brasil) y después a la frontera entre Perú y Colombia para investigar los abusos contra los indígenas del Putumayo, vivencias que fue anotando en un diario que se publicó tras su muerte. Pero su peripecia aún tuvo tiempo para otros giros de tuerca: Casement dimitió del servicio colonial en 1912 y, al año siguiente, se unió a los Voluntarios Irlandeses, aunque muchos miembros de esos círculos no confiaban en él del todo porque defendía posiciones consideradas demasiado moderadas. Con el estallido de la I Guerra Mundial, viajó a Alemania para negociar su apoyo a una Irlanda independiente, pero sus esfuerzos no dieron resultados, porque numerosos irlandeses se alistaban de forma voluntaria con el ejército británico, y porque tampoco consiguió las armas prometidas. El barco que las transportaba jamás llegó a puerto. De regreso a Irlanda fue detenido, acusado de alta traición y ejecutado en la prisión de Pentoville (Londres) a pesar de las peticiones de amnistía de ilustres como Arthur Conan Doyle, William Butler Yeats y George Bernard Shaw.
«La tragedia del Congo»VV. AA.Ediciones del viento 416 páginas. 26 euros
✕
Accede a tu cuenta para comentar