París
Berlanga desde fuera por Francisco NIEVA
Habría que contar qué sentían y opinaban del cine de Berlanga los exiliados, voluntarios o por la fuerza, que vivían y trabajaban fuera de España, sobre todo en algunas ciudades europeas que eran emporios de cultura. Obreros, intelectuales, artistas... Como Carlos Edmundo de Ory, Fernando Arrabal y yo mismo. No hay que decir que al cine producido en la España franquista lo teníamos en menos y nos hacía sentir el típico complejo de inferioridad. Un complejo al que ayudaba el desdén general hacia la cultura española en aquellos momentos.
Viviendo yo en París, los grandes prestigios españoles eran García Lorca, fusilado por los rebeldes, y María Casares, hija de un político republicano, convertida en excelente actriz francesa.
Cuando tuvimos noticia de «Bienvenido Mister Marshall» y de su éxito en Cannes, nos apresuramos a verla. Yo fui a primera hora de la tarde a ver la que se proyectaba en el cine de «L'Ópera» y me encontré con Gerard Philippe, que iba acompañado de una chica y se sentó dos filas por delante de mí. Lo vi moverse y reírse cantidad de veces. Aquella tierna, pero acidulada sátira, tenía virtudes molierescas y aromas de Labiche, el vaudeviliste francés más prestigioso y emblemático. Lo que ha hecho tantas veces el éxito español en Francia se debe al entusiasmo que les provoca que ciertos aspectos de nuestro cine se asemejen a sus más conocidos clásicos. Desde el siglo XVIII el afrancesamiento de muchos ingenios españoles ha resonado inconscientemente en numerosos artistas contemporáneos. Arrabal y Almodóvar han sido prohijados por París por esta causa. El genio racial y universal de Berlanga despertó el fervor entusiasta de los franceses, y el cine español comenzó a ser un orgullo. Una sorpresa y un regalo para los españoles que se buscaban la vida lejos de su país de origen. Y, para mí, la filmografía de Berlanga, desde sus comienzos hasta el año 63, en que vuelvo a España y se estrena la obra maestra «El verdugo», la compara a la sorpresa y la admiración que me produjo «Cien años de soledad», de García Márquez. Berlanga es nuestro García Márquez cinematográfico. Berlanga se ha inventado un gran Macondo, que era trasunto de la España real de su tiempo, iluminado de realismo mágico, de un tierno sarcasmo y un halo poético.
No tanto hay que insistir en el españolismo de Berlanga, sino en todo lo que lo emparenta y asocia a la cultura europea de su tiempo, a su imaginación creadora, al devenir de sus propuestas estéticas. Berlanga ha sido «el moderno» más auténtico de nuestro cine, a la par que Buñuel.
Los exiliados nos admirábamos de que, en la España de Franco, se pudieran hacer esas cosas que les abrían a los españoles puertas y ventanas para respirar unos aires nada contaminados de autoritarismo. Esta es, además, la gran significación de Berlanga y de su influencia en el cine español: el «berlanguismo». No tenemos más que citar a Fernando Fernán Gómez.
Vista desde fuera y objetivamente, la extensa filmografía de Berlanga tiene la misma entidad, perfiles estilísticos, éticos y estéticos que la de John Ford. Hasta la misma forma de potenciar a los actores secundarios en sus películas corales. El gran secundario, llegado su momento, roba plano y se convierte en protagonista de unos minutos –y hasta segundos– de una minicomedia o tragedia grotesca planteada y resuelta en tan breve secuencia. Por el cine de Berlanga ha desfilado la plana mayor de grandes secundarios que hubo en España. ¿Para qué nombrarlos ahora? Todos saben que son eminencias de la interpretación venidos del teatro. No tenía necesidad Berlanga de descubrir a nadie, sino de aprovechar al máximo lo ya descubierto, que era muchísimo, y crear grandes concertantes y «masas corales» que sonaban a Fiesta Mayor en el cine. «¡Allá va eso!» Y todo en armonía con la actualidad social, sus alegrías y sus problemas. Cine en caliente y en punta, un gran documento histórico, a la vez que una admirable obra de arte.