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Torrente y la crisis
Anda que no tenía ganas el personal de desfogarse, aunque sólo fuera un ratito y a oscuras, y de desquitarse de tanta crisis y tanta ordenanza, del no fumes, no bebas, no corras, no vayas a los toros, eso es sexista, eso otro es xenófobo, lo de más allá es machista, cuidado con el bollicao, qué facha eres... En apenas 15 días, unos dos millones de espectadores se han abalanzado sobre la taquilla para carcajearse con los últimos desvaríos de Torrente-Segura. Aunque no hay nada más presuntuoso e insufrible que enhebrar teorías sociológicas o morales a propósito del casposo personaje, se ha producido un hecho que, por raro, puede considerarse subversivo: que se agoten las entradas para ver una película española. Y eso son palabras mayores. Sucesos así reivindican la sala de cine como espacio público en el que se comparten gustos, emociones e historias, ideales políticos y amores platónicos. Los adictos a Torrente pudieron haberse ahorrado la entrada (lleva recaudados casi 20 millones de euros, el doble de lo que costó) bajándosela de internet, y darle así la razón a los cineastas mediocres que culpan a la piratería de sus fracasos. Pero el español agobiado necesita compartir su cabreo, sentir que no está solo en este valle de lágrimas y que miles como él anhelan volver al patio de butacas para despelotarse sin temor a que le quiten puntos los policías de lo políticamente correcto, esos que llevan treinta años expediendo los certificados de buena conducta: críticos, cineastas, actores, contertulios, opinadores, escribidores, ministras sin currículo y demás pontífices de la progresía que, además de aburridos, no tienen redaños para llamar «facha» a Santiago Segura. El país que inventó la picaresca, y cuyos políticos la practican a manos llenas, se revuelve frente a los mogigatos de una izquierda gobernante que aspiran a implantar el «pajinato» para salvación de nuestras almas y mortificación de nuestros cuerpos. No lo niego, Torrente es un gargajo mental y un ectoplasma cutre, casposo, mezquino, cochambroso, mugriento, guarro, miserable, ruin, grosero, chabacano, hortera, bravucón, pendenciero y gamberro. Pero si el CIS lo metiera en las encuestas que hace sobre la popularidad de los ministros, nos llevaríamos una sospresa del tamaño de sus lamparones.
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