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Vivir en el infierno por FRANCISCO NIEVA

La Razón
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Pues, sí. Esto es el infierno, nos hallamos de patitas en él. Ya puede decir el señor Rajoy que no es sino un purgatorio pasajero. Porque el purgatorio –eliminado por los teólogos en punta en el Vaticano– es un infierno «con esperanza», un infiernillo. En mi familia destacaron algunos liberalotes descreídos y galdosianos, pero también alguna devota y benefactora que mereció una demanda de beatificación. Como mi tía Carlota, que me enseñó lo que era el infierno, con ayuda de Gustavo Doré y otros grabadores «espantosos». Y también me enseñó lo que era el purgatorio –que ya no existe– porque ella creía en él. ¿Qué pasa ahora de las benditas ánimas del purgatorio? Se habrán mudado a un lugar más económico en combustible, y tendrán para vivir con el capitalazo que el mundo católico se gastó en misas desde los tiempos de Lutero. Una devota de especie, hija de banquero, regalaba al convento de monjas de mi pueblo cálices de oro, casullas bordadas, cuadros y ornamentos de todo tipo. Y entre los tales, contaba una buena pintura que representaba a la misma donante, con sus dos más fieles y devotas criadas rezando esperanzadas entre las llamas del purgatorio. Que ya no existe.Tendría yo como unos siete años, y una mañana me tomó de la mano, me condujo a la nave sombría del templo y en una de las capillas me mostró su cuadro, con Teresa y Josefa, desnudas hasta el cuello, porque sus pechos los ocultaban las llamas. Fue para mí un impacto saber lo que era el purgatorio, con mi tía y sus criadas dentro. Sus expresiones eran de arrobo mientras ardían por los pies, como Ingrid Bergman en Juana de Arco. La Bergman también mostraba un gesto de arrobo mientras decía - ¡Qué calor, qué calor! Ahora, la diva divina casi me hace reír.
Todo es así de absurdo en esta vida. Ahora vivimos, supuestamente, en el purgatorio de Rajoy, porque el infierno se llama «rescate» y esto no se puede decir. Hay que creer en el purgatorio –que ya no existe– como mi tía Carlota, que tan ricamente se lo pasaba en él. La pintura de encargo era buena y estaba bien pagada, y tanto ella como la Teresa y la Josefa estaban «muy propias», incluso guapas y nada sudorosas, como el que toma un baño de pies y piensa en «su rescate divino». A mí, de chico, el infierno de Pedro Botero me parecía que era «cosa de chicos», una exageración para asustarnos. Lo mismo que ha reconocido, muy sensatamente, Benedicto XVI.
Alejándome cuanto puedo de la política local –¡lagarto, lagarto!– digamos que el infierno «son los otros» –como dijo el otro–, lo somos todos a la vez. Y en estos momentos, ese infierno de chiste, con diablos de tenedor en ristre, es de una puerilidad ridícula al lado de los tormentos que nos infligimos unos a otros. Y lo peor de estos momentos es lo informadísimos que estamos sobre lo que pudiéramos definir como el espanto cotidiano. Después de la Guerra Civil –en la que mis ojos de niño vieron cómo se mataban unos a otros– no he vuelto a sentir tal escalofrío. El infierno es verdad, pero verdad humana y material. Yo me tengo por un artista –del espectáculo– y sé muy bien que el Arte es un reflejo de la vida y, en consecuencia, también el arte de nuestro tiempo es infernal, artísticamente demostrativo de que vivimos en el infierno. Cine y teatro compiten en la representación de lo espantoso para ver si superan a los informativos de televisión, que son apocalípticos y no se quedan cortos. Parecemos demonios narcisistas que se recrean en su propio horror. Y los artistas compiten a ver quién es más demonio que nadie, a ver quién se inventa una trama que estremezca y espante a los mismos demonios. Pero, no. La realidad es más demoníaca todavía. Con tanto aviso y prevención por parte del arte y los informativos, habituados a su presencia efectiva en la vida –inmunizados o demonios nosotros mismos– no somos conscientes de que ya nos hemos instalado en él.
Y ahora me conmueve el candor interpretativo de Ingrid Bergman y de mi tía Carlota, repitiendo con toda beatitud y los ojos puestos en Dios: «¡Qué calor, qué calor...!».