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Ser Berlanga por Jorge BERLANGA
Bien, por ahora hay pocas disputas a la hora de decidir que «El verdugo» es la mejor película del cine español, pese a quien pese, y, si todavía sirve para mostrar el terrible absurdo que es para el ser humano la tremenda injusticia de la pena de muerte, sea como sea y venga de quien venga.
Nuestra historia se rodea de los cráneos de nuestros muertos como testigos, con esa naturaleza perdurable que tienen los huesos para seguir presentes denunciando las grandes estupideces viscerales. Por eso, cuando alguien piensa en matar, sólo hace un ejercicio para ejecutarse a sí mismo, mientras la sociedad trata de tapar su vergüenza echando tierra encima.
En el ser o no ser, cabe preguntarse qué es ser Berlanga. ¿Ser insatisfecho, ser incómodo, ser mal español, ser un bicho raro, ser un señorito respondón, ser un proscrito? Puede que no sea más que una aspiración a pensar algo dentro de la nada, a no creer en el mundo al mismo tiempo que se lo ama, a tener un desprecio por la vida sin perder la pasión por ella. Es ver y preguntarse, sin descanso, aunque parezca una actitud perezosa. Observar todo lo que ocurre y tratar de arreglarlo con ocurrencias. Darle la vuelta al mundo y levantarle las faldas para verle el culo. Encontrar en impertinente búsqueda el sentido original de las ideas como instrumento para la libertad de las personas.
¿Cuántas cabezas han de rodar, cuántos garrotes, cuántas electrocutaciones, cuántas inyecciones letales, cuántas balas y cuántos fuegos han de seguir cortando respiraciones? ¿Cuántos verdugos nos quedan todavía, cuando nos creíamos que con unas cuantas frases del genial José Isbert podría haberse solucionado el cretinismo cruel de nuestra especie de primates capaces de rascarse el cogote y echar firmas letales?
Tal vez ser Berlanga es sinónimo de objetivo de censura. Para las dos Españas. La que piensa que sacar un plano de la Gran Vía es para mostrar a una pandilla de curas saliendo de un cabaret, o la que cree que la libertad se ha de escribir en una pancarta. Es curioso cómo a veces se acusa de comodidad el ser incómodo. Sin saber qué perfil se ha de poner a la hora de ser fusilado por distintos lados.
La sociedad es tan apasionante que acaba matando como si no quisiera. Pero le salva la emoción que produce, por encima de sus miserias, que son las que sobran. Ser Berlanga es encontrar las virtudes de la víctima, y reconocer el placer del dolor bien entendido, el universo perturbador del erotismo, entrañarse en el misterio insondable del ser amado, romper con las normas. Deseando al mundo, qué demonios, en todos sus infiernos y en sus incontables cielos, sin dioses ni patrias, ni reyes. Sólo en la fabulosa sustancia de los semejantes, tan ridícula, tan querida, tan punible. Contando las horas de la imaginación, descontando las horas de los matarifes que la desconocen. Entre el deseo carnal y la escopeta nacional, ser Berlanga es sólo estar al otro lado del mal.
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