Londres

Carta blanca a James Bond

Jeffery Deaver renueva la imagen del agente secreto al convertir a un veterano de Afganistán que no fuma y que piensa en las consecuencias de matar en el nuevo 007. La novela sale a la venta el próximo día 27. 

Modernizarse. El primer cambio de imagen del espía lo dio el cine, al sustituir a Pierce Brosnan por Daniel Craig (en la fotografía)
Modernizarse. El primer cambio de imagen del espía lo dio el cine, al sustituir a Pierce Brosnan por Daniel Craig (en la fotografía)larazon

Ian Fleming falleció en 1964 en un hospital de Kent. Antes de morir se disculpó ante los médicos por las molestias que les había causado aquella contrariedad. Sólo ocurre una vez en la vida y les ha tenido que tocar a ustedes. Detrás dejaba un personaje que había convertido el asesinato en una pasarela de armanis, modelos y otras carrocerías caras. Una joya. Un álter ego con todas las catas de un «bon vivant» y dotado con la aritmética del cinismo. La misma que caracterizaba al autor y que siempre ha cimentado el humor inglés.

Bond, James Bond, se convirtió en un icono de la Guerra Fría, como las piernas de Marilyn Monroe. En aquella sociedad en la que los hombres todavía llevaban camisetas de tirantes debajo de las camisas y las esposas hacían la comida y limpiaban el frigorífico, 007 representaba una vida de glamour, peligros, sábanas revueltas y otras heroicidades por el estilo. Ellos soñaban con nadar entre tiburones y conquistar a esas chicas de póster. Ellas, con ser seducidas por un hombre que nunca suda. El agente británico se había convertido en un héroe. Y no necesitaba mallas azules como Supermán. Para disfrazarse ya tenía toda la alta costura.

Un lavado de cara
Ha pasado el tiempo y hasta los tipos duros necesitan reciclarse. El estereotipo de macho violento que arrasa entre las mujeres, bebe como un ruso, fuma como un carbonero y viste igual que un «gentleman» en un mundo sin obreros (la delincuencia que combate es una delincuencia de organizaciones con socios ricos o multimillonarios trastornados) ha quedado obsoleto. Necesitaba un lavado de cara. El cine dio el primer paso despidiendo a Pierce Brosnan y sustituyéndolo por el broncas de Daniel Craig, un actor con espalda suficiente para que jamás le quede bien un traje de Dolce & Gabbana. Pero el aliciente definitivo que impulsó la renovación fue otro icono de novela: Jason Bourne. Una refundición actualizada del mito. Tecnológico, letal, también sin pasado, viajado y versado en media docena de lenguas que le permiten trastear de una punta a otra del mundo sin problema.

Había que hacer algo. Bourne, igual que Jack Bauer, comparte con el espía inglés las iniciales del nombre: J. B. Y es que, en los últimos años, James Bond se ha ido actualizando en la gran pantalla y series del éxito de «24 horas». Lo ha hecho de manera silenciosa, como corresponde a un buen espía. Y con él, también sus dilemas morales. El personaje arrastraba algunas características de esos detectives privados que dio aquella novelística de Hammett y Chandler. Esos tipos destinados a trabajar para el que les paga y que sienten una contemporánea predilección por el dinero (entiéndase lujo), el alcohol y el sexo. Pero de eso hace bastante.

La aparición de «Carta blanca», la nueva aventura de 007, que publicará Umbriel el 27 de este mes, cumple el propósito de lavar la imagen del británico. James Bond ahora es un agente secreto de esta época pos 11-S, que se maneja con artefactos de toda clase para seguir a sus enemigos. Un veterano de Afganistán, con el arañazo de una cicatriz de siete centímetros envejeciéndole una de las mejillas y que ha prescindido de las cajetillas de tabaco, aunque no de sus cócteles: «Crown Royal con hielo, doble, por favor. Añada media medida de triple seco, dos gotas de bíter y una corteza de naranja».

De satélites a chardonnay
Se le presenta como un agente de treinta y pico años, metro ochenta y unos setenta y siete kilos. Tiene un piso en Chelsea y mantiene sus preferencias por las bebidas con solera. Es un avezado jugador de cartas, faltaría, disfruta de un Jaguar deportivo y de un Bentley Continental GT (automóvil que protagonizó la presentación de la obra en Londres y que reunió a un buen puñado de seguidores) y, claro está, de sus capacidades para engatusar a las pobres incautas que se le cruzan por el camino (tres ligues en el libro). El nombre del título es una referencia al doble cero: licencia para matar, que es lo que mejor sabe hacer. Pero la novedad es que, por primera vez, la continuación recae en un escritor norteamericano: Jeffery Deaver. Un conocido autor de «thrillers» en Estados Unidos que ha apuntalado la trama, le ha dado mayor suspense, un ritmo cinematográfico y un villano de los que dejan huella.

El argumento mezcla asuntos de actualidad, como la situación política internacional y temas ecologistas. En principio, tendrá que evitar un atentado que podría causar numerosas víctimas. No faltan los compañeros de siempre. «Bond entró en una antesala, donde una mujer de unos treinta y cinco años estaba sentada a una diminuta mesa. Vestía una blusa crema claro, bajo una chaqueta casi del mismo tono que la de Bond. Un rostro largo, hermoso y majestuoso, ojos que podían pasar de la severidad a la compasión con más rapidez que una caja de cambios de Fórmula 1. -Hola, Monepenny. -Sólo será un momento, James». A diferencia de las películas, M es un hombre, no una mujer, y fuma puros.

Y, para los fanáticos de la tecnología, tendrán los «gadgets» propios que han caracterizado a la saga desde el principio. La novela también aporta datos biográficos que ayudan al lector a hacerse una idea sobre los orígenes del espía: «Bond le facilitó tan sólo la información que ya era de dominio público: la muerte de sus padres, su infancia en casa de su tía Charmian, en el idílico Pett Bottom (Kent), su breve estancia en Eton y la posterior adscripción a la antigua universidad de su padre, Fetter, en Edimburgo». Y se añade: «Durante sus años como comandante de la Real Reserva Naval y agente del ODG, se había enfrentado a gente muy malvada: insurgentes, terroristas, criminales psicópatas, traidores amorales que vendían secretos a nucleares a hombres lo bastante locos para utilizarlos». Lo que se mantiene intacto es una acción que salta de un país a otro y la posibilidad de disfrutar, con humor, claro, de un agente secreto con una conversación que va desde los satélites militares a las propiedades de las uvas chardonnay.

La sorna de Ian Fleming
«No es más que un número, un obtuso instrumento en las manos del Gobierno». Así definió a James Bond su creador, Ian Fleming, un escritor con sorna que prestó su imagen y su tendencia a la vida cómoda a este «superagente». El novelista recurrió al humor en su saga. Y, también, para reírse de los errores y meteduras de pata que cometía en sus novelas. A veces se confundía los detalles de un perfume o un vino. Las cartas indignadas de los lectores llenaban los buzones. Le ocurrió en varias ocasiones. Hasta el punto que llegó a reconocer: «Siempre incluyo un grave error en mis libros. Así la gente protesta y mi editor ve lo importante que soy todavía».

El detalle. J. Bourne frente a J. Bond
Jeffery Deaver no es el primer escritor elegido para seguir la saga de Bond. Antes que él hubo otros, como Kingsley Amis, el padre de Martin Amis, que mantuvo con este personaje de novela algunos contactos. Lo curioso es que tanto la serie de Bond, como la de Jason Bourne, se han convertido en dos franquicias exitosas que ahora exploran novelistas diferentes a los escritores que las crearon. En el caso de Ludlum, que murió en 2001, quien le ha sucedido es Eric Van Lustbader, que mantiene activo a este espía sin memoria, que aspira a retirarse y que nunca puede. Su indumentaria poco tiene que ver con la de Bond (viste ropa más «casual») y le aventaja en años. En gustos tampoco coinciden: Bond es mucho más sibarita.