La Habana
José Legra : «Sigo vivo gracias a José María García»
Eran ocho hermanos, su padre descargaba barcos en los muelles de La Habana y su madre fregaba escaleras. El negrito José limpiaba botas, lavaba coches, vendía cacahuetes y periódicos y los sábados se acercaba al Malecón a ver si encontraba turistas con ganas de cachondeo para conducirlos amablemente a la casa de Lala, una prostituta que le daba buenas propinas por llevarle clientela.
–Antes era la necesidad la que llevaba al boxeo: ahí estaba la redención, el dinero, la fama...
–Antes era así. El boxeo me gustó mucho, es lo que más me ha gustado en la vida, pero si yo hubiera tenido posibles, otra educación, quizá no habría boxeado nunca. Y no sé si sería más feliz o infeliz. Nunca se sabe.
Aprendió a boxear en las calles, sobre todo para defender su territorio, para que los otros buscavidas no le quitaran clientes. Un tipo llamado Pecado le ayudó buscándole combates. Con la revolución, el boxeo profesional se acabó en Cuba y entonces José Legrá abandonó la isla, con permiso. «Y ahora voy cuando me da la gana». Ya en Miami, coincidió en un gimnasio con un jovencísimo y amateur Cassius Clay.
–Venía de los Juegos Olímpicos de Roma. Ya era fanfarrón y vocinglero—me cuenta Legrá—, ya decía entonces cosas como «soy el más grande y voy a ser campeón del mundo». «Y yo también», le respondí. La verdad es que él fue el más grande.
–Usted fue un boxeador ágil y elegante. ¿También ha sido así en la vida?
–He procurado siempre no hacer mal a nadie. Pero quiero decirle algo. José María García, al que conocí cuando estaba en «Pueblo», me aconsejó cuando era boxeador y me ayuda ahora que no lo soy y no tengo nada. Me llama, me anima y todos los meses me da un dinero. Me llama «mi hermano negro». Quiero que lo ponga así. Estoy vivo gracias a él.
–Fue campeón de Europa, del Mundo, ganó mucha pasta...
–Uno cree que nadie va a poder con él, que el dinero no se va a acabar nunca, que nadie le va a engañar...Y luego resulta que te engañan fácilmente. Me metí en varios negocios y fracasé en todos. Me engañaron. Yo confiaba en la gente, era ingenuo. Se aprovecharon de mí.
–Y ya no confía tanto en la gente, ¿eh?
–No tanto, pero es difícil cambiar radicalmente. Uno es como es. En los negocios me han dado más golpes que en el ring. Me golpearon sin piedad. Hablan del boxeo: fuera del ring sí que hay violencia y crueldad.
Llegó a España con lo puesto en el 63, le apoyó Vicente Gil, médico de Franco y presidente de la Federación de Boxeo. «Yo quería irme a París, pero don Vicente me dijo que me quedara y me pagó la pensión. Franco también me trató bien; me regaló un chalé en Majadahonda que el banco me quitó cuando no pude hacer frente a las deudas; el Rey siempre me saluda con un «¿cómo está el campeón?»; aquí me he sentido querido, sí», casi susurra José. Dice con una sonrisa irónica que siempre fue un negro guapo al que se le dieron bien las mujeres a golpes de abrigos de visón y Rolex que le compraba a Enrique Busián.
–No le dejaron sonado...
–Yo me protegía mucho la cabeza, no me dejaba castigar.
–Escribió un libro de memorias: «Golpe bajo»...
–Me dieron muchos golpes bajos los amigos que no eran amigos, los que se arriman cuando hay plata y fama, los que me engañaron. Muchos me pedían avales para comprar casas. Como no pagaron, vinieron a por mí y me quedé sin casa y sin nada. Sólo me queda Nines, mi mujer.
–¿Y qué es lo que más le gusta recordar del pasado?
–Los éxitos, claro. Llegaba a Barajas después de conseguir un título y me recibían multitudes, los motoristas me habrían camino hasta El Pardo. Franco me abrazaba. Yo era tan famoso como ahora los futbolistas.
Fue relaciones públicas de una empresa de seguridad que ya cerró. Ahora no hace nada. Pasea, va a un gimnasio a ver a los chicos que le pegan al saco, ve la tele, charla con algunos amigos, se sienta en un banco y mira cómo pasa la vida. «El futuro lo veo de mi color: negro; ya tengo años, he cumplido 70, ¿quién va a darme un trabajo a esta edad? Esperanza Aguirre me facilitó el piso en el que vivo gracias a que le escribió, para ayudarme, José Chelala; hay gente buena, sí, no todo son palos...» Me cuenta que envejece bien, que da todos los días gracias a Dios por estar como está, que como nunca ha bebido ni ha fumado, eso se nota ahora.
–¿Y qué es lo peor de envejecer, José?
–Ver cómo se van los amigos, eso es lo peor. Uno se va quedando solo.
–¿Y qué le ayuda a seguir, y seguir, y seguir...?
–Mi fe. Creo mucho en Dios. No puedo ir contra Dios, por eso sigo.
Se acuerda de cuando su mano negra regaba oro. «No sé si he sido generoso o algo gilipollas», me dice. Fue El Puma de Baracoa. Peso pluma.