Tiempo de muda
El año en que Vargas Llosa se desencantó de «Madame Bovary»
La soñó toda la vida y cuando la encontró no era la que su fantasía había dibujado. Esta semana anunció que deja la escritura: ¿Ocaso o nueva etapa?
A punto de terminar 2023, un profesor de un instituto murciano preguntó a sus alumnos de bachillerato por Mario Vargas Llosa. Sí, el del Premio Nobel, el autor de «La ciudad y los perros», el primer escritor hispano que ha ingresado en la Academia Francesa... «¡Ah, el exnovio de Isabel Preysler», clamó por fin alguno. Acabáramos. ¿Por qué tanto circunloquio? Para perplejidad de este docente, que terminó haciéndose viral, al literato peruano se le conoce más por la bragueta que por esa brillante y larga trayectoria como narrador que ahora da por finalizada con su obra «Le dedico mi silencio».
No debería ofenderse el profesor por el nivel de sus estudiantes. Si han seguido el folletín, al menos sabrán más de Gustave Flaubert y su «Madame Bovary» que cualquier otra generación. Vargas Llosa tuvo su primer encuentro con este personaje femenino en verano de 1959, recién llegado a París, con poco dinero y la promesa de una beca, según contó él mismo en «La orgía perpetúa»: «Una de las primeras cosas que hice fue comprar, en una librería del barrio latino, un ejemplar de «Madame Bovary» en la edición de Clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa tarde, en un cuartito del Hotel Wetter, en las inmediaciones del museo Cluny. Ahí empieza mi historia».
Emma Bovary atrapó para siempre a Vargas Llosa y la buscó durante seis décadas fascinado por el retrato indolente que hizo Flaubert de esta mujer llena de apetitos y sin remordimientos ni culpas por salir de su mediocridad para perderse en el amor. Al fin creyó encontrarla en la socialité filipina. Al menos eso nos pareció ver en este libreto exquisitamente decorado y con memorable final que podría haber cantado Edith Piaf, el «gorrión de París», con su prodigiosa voz.
Riñeron cada uno a su manera
Después de ocho años de una pasión loca que parecía indestructible, Mario e Isabel rompieron y riñeron cada uno a su manera. Si ella asestó el primer golpe en su revista de cabecera insinuando celos infundados, el escritor optó por escenificar su decepción en un vídeo que publicó su hijo Álvaro hace ahora un año. La imagen era soberbia. El padre, sentado, leía unas líneas de esa primera edición de su soñada «Madame Bovary» unas horas antes de despedirse de 2022. Era el epílogo a este drama de bailes, viajes, paseos y traiciones. Su particular y erudita venganza.
Desde hacía tiempo no se le veía tan cómodo mostrando una parte de su vida privada y colmando nuestra curiosidad morbosa con mensajes encriptados a su ya no amada. En la voz, sin embargo, y también en la intención, se intuía el peor de sus temores: su mente había alimentado un anhelo que la realidad se encargó de truncar. Isabel no era la mujer a la que tanto esperó, no encontraba ya el placer de amarla. O fue al revés, quién sabe.
Otro mundo
Se encontraron por primera vez en 1984 cuando ella, aún marquesa de Griñón, hizo de entrevistadora de lujo para la revista «Hola». Dicen que el Nobel quedó prendado y nunca más se le fue de la cabeza el encanto que desprendía Isabel. Al morir su tercer esposo, Miguel Boyer, el matrimonio Vargas Llosa acudió al funeral y fue entonces cuando se estrechó el contacto.
Lo que empezó como un empacho de sublimidad literaria, poco después del fallecimiento del exministro de Economía, evolucionó a un mundo más trivial. Y ahí se vio incapaz de complacerla, a pesar de que por ella se forró en papel couché, visitó MasterChef para apoyar a Tamara Falcó en la final de su cuarta edición y se prestó a que esta le entrevistase. Tami frente al tito Mario, su último padrastro. ¿Acaso no lo advirtió él mismo en «La civilización del espectáculo», en 2012? En nuestros días, decía en sus páginas, casi es obligatorio que «chefs y modistos y modistas ocupen el protagonismo que antes tenían los científicos, compositores y filósofos».
En medio de su desasosiego, Vargas Llosa buscó consuelo en Patricia, la esposa ultrajada con la que había compartido medio siglo de vida, y le contó que durante unas vacaciones en Miami, en la enorme mansión de Enrique Iglesias y Anna Kournikova, no encontró ni siquiera un sitio donde poder sentarse a leer y escribir en paz. Su estatus de socialité consorte debió de parecerle tan decepcionante como a Madame Bovary la realidad que la empujó a hacerse adúltera. Los enemigos aprovecharon para atacar su delirio, sus posiciones políticas, su conservadurismo, su obra… De paso, recordaban con insistencia que el Premio Nobel siempre fue de gatillo fácil.
Dos eternos insatisfechos
Vargas Llosa estrujó tanto el personaje que él mismo se transformó en la «Madame Bovary» de su obra «La orgía perpetua». Apasionado y deseoso de conocer un placer acaso aún sin descubrir, rompió sus propios límites. Todo fue insuficiente para dos insatisfechos. Isabel ha ignorado al último gran hombre de su vida en su documental de Disney+. La socialité habla de cómo conoció al cantante Julio Iglesias, muestra imágenes de Carlos Falcó y se emociona al recordar a su fallecido marido, Miguel Boyer. Pero borra la figura de Mario al tiempo que acentúa la paz de su nueva vida en solitario.
El escritor volvió a su territorio, el de las palabras, el único en el que encuentra una forma tolerable de vivir. Antes, buscó redención en «Los vientos», el cuento en el que su protagonista lamenta haber dejado a su mujer por otra de la que ya ni se acuerda y que su «pichula» haya caído «en la trampa como un adolescente furioso en plena confusión hormonal».
No colmó su apetito, pero el tiempo puede dar fe de que el romance no ha eclipsado su figura. Igual lo ha deformado. Además, hemos gozado releyendo la intensa y trágica historia de la campesina normanda de Flaubert.
Un adiós con huachafería
También él se ha despedido de sus lectores volviendo a los textos de «Madame Bovary». Todo un gesto de picardía teniendo en cuenta que termina el año igual que lo empezó, pero dice que, por primera vez, lee la obra en español. El matiz suma a la picardía un punto de esa cursilería peruana que él llama huachafería. Para aclararnos, huachafo es llamar vals a «La flor de la canela» que cantaba la artista criolla Chabuca Granda. O esa puntilla que asoma del sujetador para encender al amante. Cada uno le da su propia estética y a Vargas Llosa no le quita elegancia, sino que la usa para crear su particular forma de ser refinado, de gozar y de expresarse.
Más sensiblero, pero desde su condición de genio, ha vuelto a la raíz. A ese hogar que unas veces está en su casa limeña de Barranco, un barrio pintoresco salpicado de fachadas de mil colores, y otras en la calle Flora, en el centro de Madrid. Y ha recuperado el abrazo de Patricia, la prima de «nariz respingada y carácter indomable» que, una vez más, le rescató de su «torbellino caótico».
Celebró su 87 cumpleaños en Lima. Rodeado de libros, el mar, su libreta con anotaciones secretas, su bastón y su mujer. «Tan generosa que, cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los regalos», pronunció, casi sollozando, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2010. Por ella va ahora «Le dedico mi silencio».
Ha comunicado que abandona la ficción y esa «Piedra de toque» con la que se permitió, metafóricamente hablando, medir la pureza del metal, en el diario «El País», pero no se desprenderá tan fácil del traje de escribidor. Incluso cuando deje de teclear su MacBook, mantendrá un pie en la realidad y el corazón al servicio de una buena historia. Como siempre hizo. Soñando novelas, aunque haya decidido dejar de escribirlas. Si hay alguien a quien su propia vida le ha resultado suficiente para crear es Mario Vargas Llosa. Se va, pero se queda, y lo hace empapándose, otra vez, de «Madame Bovary». La casualidad, decía Jacinto Benavente, es un desenlace, no una explicación.