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Fin de ETA

ETA a diario

Jesús María Zuloaga ha luchado para que los terroristas no impusieran su relato. Años en los que los comunicadores «merecían» la muerte. Él es uno de los que no dejó de informar por más que el miedo anidara en su máquina de escribir. Hoy pone el punto y seguido

Madrid, 25 de abril de 1986. Cuatro días después de que el Gobierno anticipara las elecciones legislativas, ETA pone un coche bomba en la calle Juan Bravo matando a cinco guardias civiles e hiriendo de gravedad a ocho personas/ Rubén Mondelo larazon

Durante 32 años he escrito de un banda criminal que ha tratado de engañarnos con un falso final. Seguirán con una estrategia «social» para lograr sus objetivos. He aquí algunos de mis recuerdos. Otros, aunque aún están vívidos, no puedo aún exponerlos a la luz. La verdad es más fuerte que las bombas pero he de callar por respeto y prudencia.

29 de julio de 1994. 8:45 de la mañana. Suena una gran explosión e instantes después se abren los ventanales por efecto de la onda expansiva. No sé por qué en estas ocasiones alguien siempre grita «butano». Mientras me levantaba de la cama pensé que era un atentado. Se trataba de la primera vez que vivía una acción criminal de ETA a tan poca distancia que casi me roza la carne viva. Corrí los 50 metros que me separaban de la Plaza de Ramales de Madrid. Llegué al lugar. Sentí miedo, el que no había experimentado cuando me informaban de que un «comando» me tenía entre sus objetivos; cuando tenía que vivir con contravigilancias; en «pisos de seguridad»; cambiar de coche cada dos meses; cuando un etarra me persiguió con su «carro» durante bastantes kilómetros en Venezuela. En fin, no les voy a aburrir con detalles que más parecería que hablan de mí que de la noticia. Este es a mi entender un defecto periodístico. Intentar convertirse en relato. Aquello que estaba ante mi era de lo que había escrito casi a diario. La Policía llegó al mismo tiempo que yo. Vi el estado en que había quedado una de las víctimas.

Permitan que no lo comente por respeto a sus familiares. Busqué sillas de una cafetería cercana para que se sentaran los heridos hasta que llegaran las asistencias. Esta vez no podía actuar como periodista. ETA había asesinado al teniente general Veguillas, a su chófer y a un trabajador del Ballet Clásico de Madrid y causado una veintena de heridos. Me pareció estar en un paisaje de guerra.

Pero todo había empezado años antes. Cuando el 5 de octubre de 1976 viajé a San Sebastián para cubrir la información del atentado que costó la vida al presidente de la Diputación de Guipúzcoa, Juan María de Araluce; el conductor del coche oficial y a los tres policías miembros de su escolta, nunca pensé que años después, en 1986, iniciaría un periplo de 32 años de información antiterrorista; y lo que queda, porque esto no ha acabado. Ahora viene otro terrorismo «social», de matonismo, ese que busca presionar a la sociedad. Y las medidas que el entramado etarra va a poner en marcha para sacar de la cárcel a sus presos.En 1976, mi padre era director del diario de San Sebastián «La Voz de España» (¡vaya nombre!, ahora imposible). Era el siguiente en la lista en la que estaba Araluce. Mis padres y los dos hermanos que vivían con ellos, aconsejados por la Policía y ante la inminencia de un atentado que ya habían intentado en una ocasión, tuvieron que «huir». Qué desgracia que te hagan abandonar tu tierra. Eran los llamados «años de plomo».

Mi vida profesional ha estado, por unas razones u otras, vinculada con el terrorismo, en especial con el de ETA. Dese que llegué a ABC y con posterioridad tuve el honor de contribuir a la fundación de LA RAZÓN, la dedicación a la información antiterrorista ha sido total. Y ahora me piden en el periódico, sabiendo que no me gusta hablar de mí, que cuente algunas cosas de estos 32 años. Lo primero que tengo que decir es que nada hubiera sido posible sin la contribución de las redacciones y equipos directivos de ABC y LA RAZÓN.

En aquel lejano 1986, no sabía por donde empezar. El «frente mediático» de ETA nos ganaba por 10 a 0. Lo primero que había que hacer era estructurar otro «frente» que se opusiera al de ellos. Y nos pusimos a trabajar. Había que redactar deprisa y con la misma sequedad que el corte de un hacha. No había lugar para artificios literarios. El material era lo bastante emocional como para dejar que los dedos se aplastaran solos en las teclas y esperar sin éxito a que el corazón se ablandara.

Entre los atentados que más me ha impresionado, el cometido por ETA contra la Comandancia de Zaragoza, el 11 de diciembre de 1987, con el asesinato de 11 personas, cinco de las cuales eran niños o adolescentes. Prestamos especial atención a este tipo de acciones criminales. Viajé hasta Torredonjimeno, donde habían sido enterradas las gemelas Miriam y Esther Barrera, de tres años de edad, dos de las víctimas. Me dieron unas fotos, vestidas de princesas, unos trajes que les habían hecho por cortesía de El Corte Inglés. Su publicación fue impactante. A partir de ese momento realizamos reportajes en los que se denunciaba que la banda buscaba «ataúdes blancos» con los coches bombas contra cuarteles. La crueldad etarra no encontraba contención. Chirría más aún estos hechos ante el «buenísimo» con el que algunos despiden un historial abominable.

De todas las anécdotas que he vivido en estos años no quería dejar de contar una, que hasta ahora había guardado. En uno de los viajes a México para buscar etarras que allí se escondían, fotografiarlos con mi pequeña pero eficaz Olympus, reunir todos los detalles sobre ellos para que, una vez en España, la Asociación de Víctimas del Terrorismo presentara la correspondiente querella para que se interesara su extradición, una fuente informativa me señaló un etarra que convenía localizar, pero me dio muy pocos detalles. Ya en México, no logré dar con él hasta que el chófer del hotel me sugirió una idea. Consistía en que me presentara en la central telefónica y me hiciera pasar por el etarra. «Mire, señor, aquí nadie paga el recibo», aseguró el chófer. En la fila no hacía más que rezar para que no apareciera. Hasta que llegué a la ventanilla. «Mire, soy.... y he perdido la documentación. Venía a pagar mis recibos pendientes». «Tiene dos (era bastante dinero). Saqué los billetes y en ese momento se me ocurrió pedirle la relación de llamadas, que amablemente me facilitó. Oro puro desde el punto de vista de la información, que yo sólo pude utilizar, y no toda, cuando dejó de ser operativa. Con los debidos respetos, a esto lo llamo yo periodismo de investigación (es sólo una anécdota, hay más que no se pueden contar todavía) Vivimos en la fascinación del periodismo de «filtración» de documentos que contienen investigaciones realizadas por terceros. Son los nuevos tiempos.

En la lucha contra el terrorismo, a un periodista que se dedica a este asunto sólo le es exigible que diga la verdad, que no es poco, pero no la equidistancia entre el bien y el mal. Alguien me comentó una vez que ETA llegó a decir de mi que más parecía un guardia infiltrado en la Prensa que un periodista al uso. La verdad es que mucho cariño no me han tenido nunca y yo, jamás por venganza, sino para que tuvieran la tranquilidad de que no me olvidaba de ellos, les he procurado corresponder. Sé que en ocasiones les he sacado de quicio pero siempre diciendo la verdad, que es lo que más duele a estos malvados, enemigos de España. Me darán todavía razones para que les dedique unas líneas humeantes que para mí serán de tinta.