Opinión
La Corona en la era de las conformidades
La Monarquía perdura en España porque en su ser asume la representación existencial de la Nación
Enjuiciar la Constitución de los modernos es también sostenerla abiertamente como un contenido estructurado, con todas sus consecuencias. Bajo una nueva forma de pensar y más allá del contractualismo, la organización del contenido condiciona la Constitución moderna en el sentido de Bruno Latour, en el marco de una lectura nueva de la diferencia entre naturaleza y cultura, y entre lo político y lo científico.
La Corona preexiste a la Constitución del orden, la Constitución de los modernos, pero se integra en ella y recibe su fuerza. No es posible reconstruir su origen en términos jurídicos con instrumentos del Derecho Público de los siglos modernos, desde 1789, pues no puede encontrarse ahí sino el principio monárquico, pero lo cierto es que no desaparece con la Revolución.
Ni en ese momento ni en las revoluciones que la siguieron. Corre sin embargo peligro en la era de las conformidades, donde lo que se exige, en el contexto de una aceptación flotante, son hechos ciertos, hazañas del titular, grandes logros, todos ellos caminos seguros para volver a caer en el personalismo, y, sobre todo, hacia la decepción, porque se exige todo eso de lo que es simplemente una estructura de poder obligada a seguir el texto constitucional.
En la era de las conformidades es irrelevante que algo, hasta un híbrido, haya sido acordado por un referéndum constitucional, pues se confunde Constitución con una norma infinitamente evaluable y controvertible por los ciudadanos, concepción plebiscitaria que, sencillamente, la hace inútil.
Se califique como se califique, la Corona es una institución racional-efectiva por sí misma. Aun en sus formaciones más proclives al símbolo, nunca ha dejado de ocupar el espacio de un alto órgano del Estado, situado a través de la progresión dialéctica histórica en posición oscilante en relación con otros poderes, pero siempre diferente por su designación, que es su marca de identidad.
Sus principios fueron fijados al hilo del comentario del Derecho Romano tras la recepción en Francia, a través de la teoría estatutaria del Reino, abstractiva y despersonalizadora, fundada en la indivisibilidad y en la inalienabilidad del Reino, y en la indisponibilidad del sucesor, refractaria a un contenido y a una organización cortesana.
Es crítica fundamental de la Corona que es antigua, es decir, dicho en negativo, que no es moderna. Esa afirmación tiende a primar el contenido racionalizador de la norma jurídica escrita, relativamente reciente en el Derecho, sobre el contenido histórico, ignorando abiertamente otras fuentes del Derecho, como la costumbre y la jurisprudencia, que rigieron la Corona en Francia durante siglos, costumbres sin sancionar como ley o acto equivalente.
Se argumenta que es algo vinculado con el nacimiento y por tanto sin legitimidad, y se combate afirmando que es privilegio, cuando realmente es pura estructura. La cualificación por el nacimiento para el acceso a un cargo no es un arcaísmo, sino un híbrido profundamente moderno entre naturaleza y cultura, racionalizador de lo que fue una trasmisión puntual del mismo, como criterio o determinación reintegrada a la naturaleza, inconmovible por el arbitrio, y ajeno al espíritu de facción, como subrayó Hegel.
La existencia del titular del Reino, el Rey o la Reina, órgano rigurosamente unipersonal, por cierto, es la conclusión simple del principio de identidad. El Monarca es idéntico a sí mismo en su calidad de representante. El soberano no es más que el representante de la multitud y es la unidad del que representa, no la unidad del representado, lo que hace una a la persona, dirá Hobbes.
No tiene fisuras en su representación, pues representa al pueblo sin diferencias, que alisa heterónomamente a través de la neutralidad activa de Constant. Nada está fuera de quicio, pues la abstracción se remite a un orden lógico, de fusión entre el fundador del reino y su sucesor, que no es heredero. Difícil de entender por clánico y levemente levistraussiano. Las estructuras elementales del parentesco en Viena y en Versalles.
Es mucho más importante todavía como representante ad extra, porque es ad extra donde se concreta la soberanía. El símbolo se sitúa en el lugar de la cosa. El representante la asume inicialmente como antítesis, luego como síntesis. Está primero el Rey designado o electo, frente al No-yo del pueblo, y al final queda el Rey con el pueblo.
La pérdida de poderes políticos no ha hecho desaparecer eso, que es precisamente la representación del pueblo, anterior a la nación cultural, política, o adjetivable de otro tipo. La Monarquía Parlamentaria no pretende oscurecer el origen, su vinculación a la Historia, de ahí la dinastía como elemento del conjunto, malentendida si se fija como herencia, pues no es herencia sino razón historificada, pura conservación de la idea del Estado encarnado.
La Monarquía en España perdura porque es, no al revés, pero en su ser asume la representación existencial de la Nación en la terminología de Eric Voegelin, en la peculiar opción de España mantenida en el tiempo por una identidad sin homogeneidad y por una unidad con diferencias. Esa tesis es, desde siempre y debidamente trasmitida generacionalmente, la tesis de la Corona.
Manuel Fernández-Fontecha Torres es letrado de las Cortes Generales y exletrado del Tribunal Constitucional
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