Francisco Franco
Del Valle a El Pardo, la «película» de Moncloa para enterrar a los Franco
Testimonio de una jornada entre lágrimas, tensión y maldiciones que acabó con el sacerdote Tejero registrado bajo la sotana y forcejeos en Mingorrubio
Llueve sin cesar todo el camino desde Madrid, y una intensa niebla nos recibe a los pies del Valle de los Caídos. En el interior de la basílica, una docena de personas sigue la misa ceremonial mientras al menos cuatro vigilantes están pendientes de lo que ocurre. En el suelo, detrás del altar mayor, son visibles las baldosas que cubrieron el lugar donde estuvo enterrado Francisco Franco hasta hace un año. Es martes, y la llegada a Cuelgamuros sobrecoge por la bruma que por momentos esconde la enorme cruz que preside el complejo, la misma que han pedido destruir en lo que pronto se convertirá en un cementerio civil. El Gobierno ha dicho que se va a respetar el conjunto monumental pero ha indicado el camino de salida a la comunidad benedictina. Sus monjes ofician ante nosotros la eucaristía en una cuenta atrás cuyo fin está cercano.
Luis Felipe Utrera-Molina, abogado de los Martínez-Bordiú Franco, estuvo aquí ese 24-O de 2019, y aunque ha regresado para ver al prior, Santiago Cantera, no se ha «atrevido» a entrar de nuevo en la basílica y quiere hacerlo justo este primer aniversario. «Tengo que volver. Y qué mejor que una misa para reconciliarme con el lugar».
Asegura que el ambiente aquel día fue desde el principio «muy, muy tenso. Llegamos con el cielo cubierto, era un día gris», apunta el letrado, que escribió al día siguiente «todos los detalles», porque «si no se pierden». Por eso tiene «muy vivo» el recuerdo.
Habían subido a las 8:30 a un autobús en Hermanos Bécquer, uno de los puntos de recogida de los familiares, y ya en el Valle «fuimos primero a la cafetería del funicular, donde estaban el padre Cantera y el resto de los monjes. La situación fue bastante emocionante, porque el padre me volvió a preguntar si había alguna posibilidad de que al menos le acompañaran en el adiós un par de religiosos», rememora Utrera-Molina.
En su última reunión con Félix Bolaños, secretario general de la Presidencia del Gobierno, le había pedido «el favor de que dejase a los monjes despedirse, porque para ellos tenía una significación especial. Me dijo que “no”, un “no rotundo. O El padre Santiago solo, o nadie”». Preguntado por el motivo, Bolaños contestó: «No se han portado bien, no han colaborado».
¿A qué se debía una negativa tan tajante? Una semana antes se había cerrado el recinto del Valle, incluida la basílica, que se precintó. Un grupo de monjes se saltó la prohibición de entrada. «Me consta que eso pasó», le dijo el también albacea de Carmen Franco al secretario de la Presidencia. «Tú no lo puedes entender porque no eres creyente, pero ellos entraron en la basílica para rescatar al Santísimo, que se había quedado en el Sagrario. Para ellos, igual que para mí, era absolutamente fundamental sacarlo y llevarlo al Sagrario de su capilla, porque aquello iba a estar ocupado por gente que no podían controlar». El episodio le valió a los monjes una reprimenda de la Guardia Civil, «y esa fue su mala conducta».
Luis Felipe Utrera-Molina dice que preguntó otra vez a una persona que estaba «allí con el operativo y volvieron a negarse. Los nietos se abrazaron a los monjes. Vi a algunos con lágrimas, para ellos aquello era muy duro y también para todos los que lo estábamos viendo».
El grupo entró en la basílica, donde fue sometido a un cacheo y le fue retirada la bandera que cubrió el féretro de Franco el día de su primer entierro, en 1975. La había guardado Carmen Franco con una nota manuscrita, y la conservaba Francis Franco Martínez-Bordiú. «Nos prometieron devolverla en Mingorrubio».
Una vez en el interior, los representantes del Gobierno –Dolores Delgado, como notaria mayor del Reino; Antonio Hidalgo, subsecretario de la Presidencia, y el citado Bolaños– estaban en la parte derecha, mirando al altar. A la izquierda se situaron la familia y su letrado. Entre ambos grupos se ubicó la carpa, cerrada por la parte de los deudos y abierta por el lado donde estaban los miembros del Ejecutivo.
Dentro de la carpa la tensión se cortaba como un cuchillo. La entonces ministra, «hiératica, no abrió prácticamente la boca; Hidalgo no ocultaba su satisfacción –me impresionó su gesto, parecía estar disfrutando–, y Bolaños estuvo en todo momento correcto», prosigue el abogado.
«Intentamos dar la vuelta pero nos dijeron que no podíamos pasar. Mientras los que estaban al otro lado podían ver lo que ocurría dentro, los familiares no. De hecho, no podíamos movernos, porque un grupo de agentes de paisano vigilaban que fuera así», explica Utrera-Molina.
El padre Cantera se fue a la sacristía a cambiarse. «Y a las 11 nos avisaron». Merry y José Cristóbal fueron los únicos que pudieron pasar, porque se había pactado que dos miembros de la familia lo harían, «se pusieron un mono que les facilitaron y entraron».
Al poco tiempo, los presentes comprobaron que la aparentemente aséptica operación con una grúa que se había descrito en los medios de comunicación «no tenía nada que ver con la realidad. Lo que hicieron fue romper a martillazos y mazazos todas las losetas alrededor de la tumba para poder meter un gato de cremallera. El ruido primero de los mazazos y posteriormente el de las radiales era absolutamente aterrador, porque en una basílica así, en silencio y vacía, el ruido se multiplica por cien. Aquello era estremecedor, sobre todo sin poder ver lo que estaba pasando; uno podía pensar que estaban destrozando todo».
Esa misma sensación produjo en Francis Franco, que describió aquel momento «tremendo» con emoción contenida –un día «tristísimo»– durante una entrevista con LA RAZÓN, puesto que no ha querido pronunciarse esta vez. Su abogado coincide: «Era francamente desagradable. Los ruidos habían durado como tres cuartos de hora. Veía la emoción en los nietos, incluso en los bisnietos. Ahí estaba su abuelo. Era dantesco».
«A todo esto, la cara del padre Santiago era todo un poema, estaba hundido. Vi gente llorar, no voy a decir quién. Yo mismo me rompí, porque era estremecedor. Y la sensación de que se estaba cometiendo un sacrilegio en un lugar sagrado, absoluta. Estuve rezando durante todo el tiempo y sinceramente se me saltaban las lágrimas. Me acordé de todos quienes dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica lo habían permitido. Fue la cosa más desagradable que he visto jamás. Pero se trató de que toda la familia estuviera unida y de darle a un acto que no tenía nada de digno un pequeño gesto de dignidad llevándolo después a hombros».
Al poco «sonó un boom enorme, que fue el momento en que retiraron la losa». Sobre este punto hubo una discusión previa porque avisaron al abogado de que estaría presente un forense. «Yo pregunté para qué, y me dijeron que para cuando se abriese la caja. Respondí que de ninguna manera la familia aceptaba que se abriese. Y apuntaron que probablemente estaría podrida y destrozada por la humedad. Objeté que la sepultura estaba cubierta de plomo y que dudaba de ese deterioro, aunque creía que iba a estar mucho mejor», señala Utrera-Molina.
Recuerda el letrado cuando se abrió la losa escuchar a Merry decir: «Hola otra vez, abuelo. Aquí estoy con los profanadores». Se dirigió a Dolores Delgado: «Supongo que conocéis la maldición que pesa sobre los profanadores de tumbas».
Cuando retiraron la caja, los operarios señalaron que estaba «en muy mal estado y que había que cambiarla». La familia se oponía y se pidió a la ministra de Justicia que levantase acta de esa negativa. Delgado dijo que no estaba allí para eso, solo para dar fe de la exhumación. Merry, apodada por Franco «La Ferrolana» por su carácter, «pidió entonces que yo entrase. La caja estaba todavía abajo, dije que la familia se negaba en absoluto a que se abriese y nos dispusimos a ver su estado. No estaba mal por los lados ni la parte superior, pero sí tenía humedad por debajo. Aunque era de caoba, la base era de contrachapado, que estaba húmedo y abombado por el peso de la caja de zinc que hay dentro».
Se resolvió sacarla y decidir qué hacer. «Se puso sobre un tablero y abundaban en que estaba en mal estado. Tenían un interés no sé si macabro en abrir la caja», insiste Utrera-Molina. Pero fue alguien de la funeraria el que «dio la solución: asegurarla sobre la tabla en la que estaba depositada con unas cinchas, porque realmente no estaba mal salvo por abajo. Si la sacábamos en hombros corría el riesgo de que se desfondase». La caja de zinc tenía un cristal a través del que se podía ver el cadáver, pero «con la tabla, el problema estaba resuelto».
Las molduras estaban desencajadas, hubo que asegurarlas, y la caja tenía muchas telarañas que hubo que limpiar –un gesto a cargo de una empleada de la que «impresionó» al letrado la delicadeza con la que limpió el féretro, «en ese ambiente hostil y de tensión»–. «Como las cinchas eran de color naranja, el propio señor de la funeraria ofreció una funda. Nos pareció una idea estupenda». Sacaron el féretro de la carpa, se llevó donde estaba la familia y se rezó un responso a cargo de Cantera.
«Se nos había pedido que no durase más de un minuto. Le dije a Bolaños que me parecía muy bien pero que sería lo que durase, un responso es un responso, no iba a estar con un cronómetro. Fueron cinco o seis minutos, pero les debió parecer muy largo porque me hizo el comentario de que nos habíamos “pasado de tiempo”», recuerda Utrera-Molina.
La funda se cubrió con el estandarte del Caudillo. «Puse cinco rosas [las que menciona el himno de la Falange] y una corona de laurel. Dudo mucho que supieran el significado tanto de una cosa como de la otra. Las rosas las llevé porque mi padre [José Utrera-Molina, ministro del régimen] lo hubiera hecho, y era un recuerdo en su nombre y en el de mucha gente a la que hubiera gustado rendirle ese pequeño homenaje al que fue jefe nacional del Movimiento», sigue su relato el abogado.
La familia llegó a un acuerdo para transportar el féretro hasta la salida. «Por los escalones, subidas y bajadas, y su estado no óptimo, decidimos llevarlo en un carrito hasta la entrada, y allí fue donde lo cargamos».
José Cristóbal, «que marcaba el paso», dijo entonces: «Familia, vamos a sacarlo con la cabeza muy alta, es un honor para nosotros volver a llevarlo sobre nuestros hombros». Se abrieron las puertas «y fue muy impresionante, porque creíamos que el día seguiría gris, y lucía un sol espléndido. Fue un golpe de efecto».
Cuando llegaron al coche e introdujeron el féretro, «hubo un momento muy espontáneo por parte de uno de los bisnietos, no sé si dijo “Viva España” o “Viva Franco”. Muy emocionante».
Después llegó la hora de la inhumación en El Pardo. A Mingorrubio sí ha vuelto Utrera-Molina «un par de veces, con algunos familiares que querían poner una corona». Para acceder, eso sí, hay que avisar con 24-48 horas de antelación para que lleven la llave.
Dice que lo que pasó allí el 24-O «fue un poco chusco», en referencia al forcejeo en el panteón familiar. «Fue una actuación absolutamente desagradable y abusiva por parte de la persona que estaba allí, no sé si de la policía. Decían que alguien tenía una cámara, un bolígrafo... De hecho, lo grabó alguien al que se les olvidó requisar el teléfono. Yo ya estaba indignado... ¿encima nos vais a registrar en el entierro de su abuelo? Además, tanto la ministra como el resto de representantes del Gobierno estaban con su móvil... A mí me lo quitaron a la entrada. Hice una foto cuando sacaban el féretro, vino un policía y me lo quitó», lamenta.
En Mingorrubio estuvo también Juan Chicharro, presidente de la Fundación Franco, que había vivido la jornada matinal desde su despacho, pero nos cuenta que por la tarde acudió «a un responso y a la misa de El Pardo».
Asegura Chicharro que «lo primero que me viene a la cabeza es que en la lucha jurídica y mediática llevada a cabo por la Fundación y la familia» –se puede leer con detalle en «Franco, crónica de la lucha contra la profanación de su tumba» (SND Editores), recién publicado– «pecamos ante todo de una sublime inocencia», porque «era una decisión tomada de antemano por el Gobierno del Frente Popular a la que simplemente le dieron apariencia y cobertura legal».
La misa de Mingorrubio fue celebrada por Ramón Tejero, hijo del ex teniente coronel de la Guardia Civil condenado por el 23-F, que narra en ese libro los pormenores de aquella cita. Así, menciona que tuvo que preparar todo lo necesario en una maleta que «el sepulturero guardaría en el cuarto de las herramientas» hasta el día 24, porque no le dejaban ir antes; cómo fue registrado con «esmero hasta el punto de hacerme levantar la sotana», y cómo pasó «cuatro horas de espera encerrado en la capilla».
Tejero explica que se acercó a la tumba «donde Franco sería sepultado con la intención de bendecirla», y se dio cuenta de que en la lápida de granito al Gobierno «se le había “olvidado” tallar la Cruz de Cristo». Describe además que Franco quedó «solo» en la cripta mientras les «tenían hacinados a todos en la sacristía» y eran registrados «con actitud tensa y arisca por parte de algunos agentes». Y que una vez retiraron la bandera del primer entierro, él colocó otra enseña nacional que tenía «escondida, como ofrenda de mi familia y en nombre de tantos españoles que agradecían en la persona del Caudillo una vida dedicada a España».
Sobre la bandera colocó un crucifijo «que traía Jaime Martínez Bordiú-Franco» y que previamente había bendecido el propio Tejero junto con Santiago Cantera. Sonó a continuación el himno nacional y se produjo después la accidentada salida. Tras atender a la prensa, Francis y el resto abandonaron el recinto. Eran las 15:45 de un día aciago para los Franco.
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