Cargando...

Río 2016

Un beso para una redención

Michael Phelps, deprimido y en una clínica de desintoxicación después de los Juegos de Londres, acaba abrazado a su hijo tras sumar dos nuevos oros en Río

El encuentro con la familia llegó después de una final muy ajustada larazon

El rostro de la felicidad tenía un nombre: Michael Phelps. Los dos besos que le dio a su hijo en el Estadio Acuático de Río después de conquistar la medalla de oro en los 200 mariposa simbolizan el fin definitivo de los demonios del mejor nadador de la historia, que en la piscina ha vuelto a encontrar la redención después de una época oscura. Porque el Phelps emocionado y sonriente que daba la vuelta de honor, subiendo a la grada a ver a su prometida, Nichole Johnson, a su madre, Deborah, y, sobre todo, a Boomer Robert, el pequeño de tres meses que todavía no sabe que su papá es una leyenda, nada tiene que ver con el de hace apenas un par de años. La paternidad ha terminado de asentar definitivamente a un deportista que tocó fondo en 2014, aunque realmente siempre vivió en una montaña rusa.

El ganador ya de 25 medallas olímpicas, 21 de ellas de oro, anunció hace cuatro años que se despedía en Londres. Después ha reconocido que no entrenó esa cita como debe, aunque conquistó cuatro oros y dos platas para su colección. Su preparación había sido irregular. Bob Bowman, su entrenador, relató que muchos días ni se presentaba a entrenar. «Era como hablarle a una pared», aseguró al «New York Times» el técnico. Phelps pareció feliz cuando dio la que parecía la última vuelta de honor a la pileta de Londres, pero un periodo de oscuridad le llegó después. Sin la motivación de la piscina, algo perdido, no encontraba sentido a la existencia. Entró en una espiral de destrucción que preocupó mucho a los que le rodeaban. Fue detenido por conducir borracho el 30 de septiembre de 2014 y después se pasó cinco días en su habitación en los que lo único que hizo fue seguir bebiendo. Cuando Bob Bowman y su madre, Deborah, pudieron hablar con él, encontraron a una persona casi en estado terminal, apenas podía hablar. «No quería vivir más», confesó en una entrevista a «Sports Illustrated». Entonces, le convencieron para que entrara en una clínica de desintoxicación –The Meadows, en Phoenix–, donde pasó un mes y medio y vivió un episodio importantísimo. Necesitaba ayuda urgente y allí estuvo su amigo Ray Lewis, estrella del fútbol americano y con fuertes creencias religiosas. Le dio a leer un libro, según confiesa el nadador en ESPN, que le cambió el pensamiento. Le hizo ver que la vida tiene un propósito y le ayudó a dar el paso de intentar reconciliarse con su padre, Fred, que se divorció de Deborah cuando Michael apenas tenía nueve años.

Esa unión con su progenitor fue como cerrar un círculo y Phelps volvió a mirar a la piscina. La solución siempre estaba en la piscina, pues prácticamente en todos los ciclos olímpicos ha tenido problemas. En 2009, después de la proeza de Pekín, se hicieron públicas unas fotos suyas fumando marihuana. Tras el éxito de Atenas, le detuvieron por primera vez por conducir borracho. Después de la reconciliación con su padre, decidió volver a la tarea en el agua para un nuevo y último desafío: los Juegos de Río 2016. Se puso manos a la obra con su técnico de siempre, Bob Bowman, al que hizo llorar cuando consiguió la clasificación en tres pruebas individuales. Esta vez, la preparación ha sido en Arizona, no en su Baltimore natal.

Del abrazo con su padre, Fred, al beso con Boomer hay una transformación. Phelps ya está a gusto consigo mismo y en Río está ampliando su leyenda hasta un lugar seguramente irrepetible. La victoria en los 200 mariposa no fue una cualquiera. Es la prueba en la que se clasificó para sus primeros Juegos, en Sidney 2000, cuando tenía 15 años, y en la que había perdido la corona en 2012 ante Le Clos. El surafricano, precisamente, estaba a un lado en el Estadio Acuático de Río. Se ha hecho viral una foto en la que Le Clos mira a Phelps en plena pelea, cuando el estadounidense ya se escapaba. Al otro lado se encontraba el húngaro Kenderesi, quien consiguió ganarle en las semifinales. Cuando Phelps batió su primer récord del mundo, en 2001, el magiar apenas tenía cuatro años. Phelps venció a las nuevas generaciones y se convirtió en el primer nadador de 30 años que conquista un oro olímpico. Él fue el protagonista tanto dentro como fuera del agua. Fuera, el más aplaudido, sin duda. Hubo suspense en la salida, pues el estadio no callaba y se tuvo que repetir todo el ritual. Los nadadores bajaron del cajón en el que están y se volvieron a colocar. El silencio sí fue entonces total. Resonaba el eco de los golpes que Phelps se daba mientras movía los brazos de un lado a otro para activarse. Fue primero casi desde el principio, imponente en los 100 metros iniciales y algo más fatigado después, pero preparado para aguantar el empuje del japonés Sakai. Le sacó cuatro centésimas. Otro oro para su colección. Miró desafiante al público y al salir de la piscina escupió agua hacia arriba como si fuera un dragón. Se moría de risa en la ceremonia de medallas, por una broma que le había hecho un amigo de Baltimore, y entonces llegó el momento con Boomer, del beso de la redención. «Fue una suerte que estuviera despierto, porque él suele dormir siempre», admitió el nadador.

En el podio se le vio estirando piernas y muñecas. Estaba claro que iba a nadar el relevo 4x200, y así fue, para sumar un nuevo triunfo junto a Dwyer, Haas y Lochte. Son 21 oros olímpicos de Michael, 25 medallas. «Una locura», admite él.