Patinaje artístico
El primer entrenador de Javier Fernández: «Es como Messi y Nadal»
Con el bronce en PyeongChang, Javier Fernández cierra su círculo glorioso tras haber sido campeón del mundo y de Europa. Jordi Lafarga, su primer entrenador, describe la humildad y los inicios de un chico que nació para ser una estrella del patinaje.
Con el bronce en PyeongChang, Javier Fernández cierra su círculo glorioso tras haber sido campeón del mundo y de Europa. Jordi Lafarga, su primer entrenador, describe la humildad y los inicios de un chico que nació para ser una estrella del patinaje.
Todo empezó como un juego. «Al menos yo no recuerdo que al principio para él el patinaje fuera una pasión. Le gustaba, pero alguna vez su madre lo traía a regañadientes. Si tenía que venir un sábado por la mañana a entrenar ya tenían discusión en casa», recuerda Jordi Lafarga, el primer entrenador de Javier Fernández. Así comienza la apasionante historia de un chico que ayer puso la guinda a una carrera impresionante, y que ha vuelto a hacer historia. Porque si histórico es que un patinador español haya ganado dos Mundiales y seis Europeos, la leyenda crece con el bronce olímpico que conquistó ayer en PyeongChang, sólo superado por los japoneses Yuzuru Hanyu, que revalidó su título olímpico, y Shoma Uno, que aprovechó un error del madrileño en el programa largo (tenía previsto hacer un cuádruple Salchow, pero se quedó en doble), en el que interpretada a Don Quijote con la música de «El hombre de la Mancha», para arrebatarle la plata. «Ese pequeño fallo no es algo con lo que me vaya a quedar. Estoy muy contento con mi bronce. Tenía la espina clavada de Sochi (fue cuarto) y me la he sacado», explicó Javi, que celebró el éxito junto a sus padres, Antonio y Enri, a los que tiene lejos durante todo el año, pues se entrena en Canadá; su hermana Laura, la pionera de la familia en el patinaje, y su novia Marina. En el último mes, desde que ganó el sexto Europeo, Javi ha vivido por y para conquistar el metal que ya es suyo, obsesionado casi, y lo ha conseguido. «Estoy contento sobre todo por algo personal, de liberar toda la presión», admitió el patinador madrileño.
Esa presión autoimpuesta no siempre estuvo ahí. De niño, cuando empezaba en la Nevera de Majadahonda, ganar o perder no era lo más importante. «Tenía un claro perfil de hiperactivo, tenía tendencia a despistarse y a no prestar demasiada atención, era nervioso, y entonces su madre lo apuntó a una actividad deportiva un poco buscando que llevara una vida más o menos organizada, e intentar soltarlo una hora al día», cuenta Lafarga. Las dotes que no mostró para otros deportes como el fútbol sí aparecieron rápido en el patinaje. «Éste es un deporte antinatural y todo lo que tú ves en la televisión son elementos que se han ido aprendiendo a través de ejercicios secuenciales. Javier tenía una capacidad innata para comprenderlos. Le explicabas lo que era el principio del ejercicio para hacer ese salto y él de manera intuitiva lo hacía. Si se necesitan 15 pasos, él a partir del segundo ya lo hacía. Es como Mozart, que tenía el concierto en su cabeza y lo iba garabateando», continúa su preparador de niño. Eso hacía que a veces se dispersara, pero Lafarga lo describe como un «amor de niño», que siempre estaba atento a los compañeros y que «jamás» le puso «una mala cara». Y, también era «humilde a más no poder»: «Ganaba los campeonatos y tampoco presumía. Para los padres lo importante era tenerlo controlado: si ganaba bien, si no, también. Esto le ayudó porque podía patinar sin la presión de tener que ganar ni demostrar nada. Para él era una diversión. Yo creo que no entendía ni las puntuaciones. Salía, hacía su programa, ganaba porque por supuesto era el mejor, pero no tenía ni idea de dónde venían esos puntos, ni si eran muchos o pocos. Ni prestaba atención. Cuando llegaban los podios o la entrega de trofeos, había que ir a buscarlo porque igual estaba en la cafetería, o jugando a la pelota...», prosigue Lafarga, que estuvo con él desde los seis años hasta los doce. Después, Javi se fue a Jaca, regresó a la capital y empezó su periplo por el mundo para hacerse profesional, primero con el ruso Morozov y después, desde los 20 años, con Brian Orsen en Canadá. «Empezó a darse cuenta de que manejaba un Ferrari con 16 o 17 años. Veía que cosas que a la gente no ya en España, en el mundo, le costaban mucho, él tenía cierta facilidad. Empezó a marcharse fuera a entrenar, porque en ese momento en España no había ni entrenadores de nivel top ni infraestructuras», añade Lafarga, que cuenta una anécdota que define la personalidad del medallista de bronce: «El primer internacional que hizo, en La Haya, era júnior, tenía 14 o 15 años e hizo un programa largo catastrófico, se cayó seis o siete veces. La Federación me mandó a mí como entrenador, a un juez y la vicepresidenta, estábamos cenando, de bajón, y baja Javi, le da una palmada al juez y le dice: «¿Qué, te he gustado?”. Se llevó el sofoco al acabar la prueba, pero a las dos horas estaba riéndose de sí mismo. Con eso te dabas cuenta de que era especial».
De junior nunca ganó nada. La explosión llegó después. Eso sí, la humildad nunca la ha perdido. «Es como Messi, lo ves hablar al micrófono, y dices: «Un tipo de lo más normal»... O como Nadal, aunque a Nadal aún lo ves que vive más por el tenis. Eso sí, con las botas puestas, cuando se ponía las pilas, olvídate, te dejaba con la boca abierta», afirma Lafarga. «Pone la cara de competición y casi ni le conozco», describe, en un documental en Eurosport, Jorge Serradilla, amigo de toda la vida y representante. Cuando pone esa cara, su cerebro se activa, empieza a darse ánimos («Vamos, tú puedes; venga»), arranca la música y la magia fluye sobre el hielo.
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