Amarcord
El niño prodigio que (no) pudo ser Bobby Fischer
Arturito Pomar estaba destinado a ser una leyenda del ajedrez mundial, pero el franquismo tenía otros planes para él
Sólo siete meses después de que el general Jodl, por orden del almirante Dönitz, firmase la capitulación alemana para poner fin a la segunda Gran Guerra europea, el diario «Sunday Chronicle» organizaba en Londres un torneo de ajedrez en el que reunía a siete de los mejores especialistas del momento y a un púber venido de España, una de las dos naciones del continente –junto al Portugal de Salazar– en la que pervivía un régimen de inspiración fascista. Valga el apunte histórico para destacar cuán interesados estaba el mundillo ajedrecístico en ver jugar a Arturo Pomar, el niño mallorquín discípulo nada menos que del gran Aleksandr Alekhine. Tanto, como para ignorar el rechazo que por aquellas fechas profesaba el público inglés a todo lo que llegase desde la tierra de Franco.
Con apenas 14 años, Arturito Pomar ya era una celebridad. Igual que el legendario José Raúl Capablanca, primer campeón del mundo, había comenzado a jugar de forma autodidacta, viendo las partidas que disputaban su padre y su abuelo. A los 8 años, daba exhibiciones de partidas simultáneas a ciegas y con apenas 11, logró hacer tablas con Alekhine, el hombre que destronó a Capablanca, que decidió quedarse unos meses junto a él en España –vivía arruinado y alcoholizado en Estoril– para impartirle clases: fue el único entrenador que tuvo en su vida. «Tiene unas dotes excepcionales de intuición», dijo de él.
En Londres, Pomar hizo gala de esa intuición para ganar a alguno de los maestros a los que se enfrentó, principalmente al polaco Ksavery Tartakower y al judío ucraniano Ossip Bernstein –quien competía bajo pabellón francés–, al que batió en la última jornada y privó de un triunfo final que recayó en el estadounidense Herman Steiner. El NO-DO saludó su gesta con el tono propio de la época, entre delicioso y de vergüenza ajena: «Este muchachito moreno, de cuño español, en cuyos ojos, entornados por la meditación del juego, se vislumbra la furia ibérica, ofrece en su aire colegial un arquetipo de la adolescencia acrisolada. Tiene los nervios de la infancia y el nervio de la juventud… De repente, el Goliat francés se levanta y saluda en reverencia de vencido al triunfal David español. Estalla una ovación formidable. Bernstein se dispone a salir. Arturito Pomar le tiende hidalgamente la mano… Pero como el rival es un gigante, el niño español se empina, se empina, como España»
Tras conquistar su primer título nacional, en julio de ese mismo 1946, Arturo Pomar se convirtió en una celebridad a la que el mismísimo general Franco agasajaba en el Palacio del Pardo. Eran los años de la autarquía y el régimen recurría a cualquier cosa para romper el aislamiento, así que embarcó a Pomar durante toda su adolescencia en una serie de agotadoras giras para exportar «el genio español». Hasta los primeros años 50, cuando cumplió la veintena, el ajedrecista mallorquín dilapidó su talento en exhibiciones lucrativas –para los desaprensivos que lo paseaban por el mundo– que poco o nada contribuían a su formación como ajedrecista de élite: simultáneas con cien tableros a la vez, sesiones de mañana en Nueva York y de tarde, avión mediante, en Chicago, partidas con los ojos vendados contra campeones nacionales de Sudamérica... un circo ambulante que terminó por marchitar su talento.
Cuando el público se cansó, porque de todo se cansa la masa, un adulto Arturo Pomar retomó la competición, pero jamás volvió a estar a la altura de los mejores, a pesar de chispazos de genialidad como las tablas que obligó a firmar al mítico Bobby Fischer –un chaval de 18 cuando el español ya rozaba los 30– en el torneo de Estocolmo. Sin ninguna ayuda económica ni técnica, compaginaba el ajedrez con su puesto de funcionario de Correos y su mejor puesto en el ránking de la FIDE fue el 40º que alcanzó en 1967, diez años antes de retirarse de forma definitiva.
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