Wallenstein, el señor de la guerra del siglo XVII antecedente de Prigozhin y sus mercenarios
Se enriqueció con la guerra, lideró un ejército de mercenarios para el emperador y este, temiendo que se levantara contra él y cambiara de bando, procedió a ajusticiarlo. Aunque huyó, Wallenstein fue asesinado. Los paralelismos con Prigozhin son evidentes
Creada:
Última actualización:
Los mercenarios, que el imaginario popular asocia, películas y videojuegos mediante, al cínico soldado de fortuna que combate por las más diversas causas, han vuelto a la palestra merced al órdago contra Vladimir Putin del jefe del Grupo Wagner, Yevgueni Prigozhin, para recordarnos que, tras estos combatientes, existe ante todo la voluntad de enriquecimiento y de influencia política. Podemos mencionar a los filibusteros estadounidenses al servicio de las repúblicas sudamericanas, o a los antiguos soldados que en el siglo pasado trabajaron para regímenes africanos de toda índole. En el caso europeo, debemos remontarnos hasta la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) para llegar a la cúspide, y al canto del cisne, de la influencia de los empresarios militares privados en el devenir de la política. Nadie como Albrecht von Wallenstein, generalísimo del emperador Fernando II, ejemplifica el ascenso, el auge y la caída de los señores de la guerra que reclutaron ejércitos de miles de hombres para los monarcas de la época.
Los orígenes de Wallenstein no hacían presagiar que aquel niño, hijo de un noble bohemio segundón y protestante, llegase a ser duque de Friedland, Sagan y Mecklemburgo. Huérfano a los once años, su tutor le procuró una buena educación. Ya entonces, el joven destacó por su carácter, que le costó la expulsión de la Universidad de Altdorf tras protagonizar numerosas peleas. En 1602, con diecinueve años, entró al servicio de la corte tirolesa en Innsbruck, donde sirvió como escudero y se convirtió al catolicismo, probablemente de forma sincera, en contra de lo que se ha repetido en innumerables ocasiones. Dos años después inició su carrera militar como alférez de caballería en la guerra contra el Imperio otomano en Hungría. Pronto fue ascendido a capitán y un año después ya era coronel; la paz con los turcos, empero, frustró ulteriores ascensos, aunque logró convertirse en chambelán del futuro emperador Matías.
En 1608, encontrándose en Praga, aconteció un hecho trascendental para Wallenstein: le pidió al astrónomo de la corte imperial, Johannes Kepler, que elaborase su horóscopo. El bohemio atesoró siempre aquel documento, que lo describe como un hombre ambicioso, deseoso de poder, que se enfrentaría a peligrosos adversarios, sería cabecilla de un grupo de descontentos y se casaría con una viuda rica. Todas las profecías se cumplieron. En efecto, dos años después contrajo nupcias con una dama cuyas fincas, valoradas en 400.000 florines, lo convirtieron en uno de los magnates más ricos de Moravia.
Al contrario que otros grandes señores, que vivían de forma ociosa, Wallenstein se dispuso a aumentar las rentas de sus heredades. En 1617, el bohemio se ofreció a reclutar y capitanear tropas para el archiduque Fernando de Austria, futuro emperador Fernando II, en la guerra que este libraba contra la república de Venecia. Wallenstein demostró su pericia al atravesar con sus tropas las líneas de asedio venecianas en torno a la fortaleza de Gradisca para llevar víveres a los defensores. Asimismo, redactó unos «artículos de guerra», un código que regulaba la relación entre los soldados y sus empleadores, que sería luego adoptado por el Ejército imperial y estaría vigente hasta 1642.
Capitaneó 50.000 hombres y sus demandas crecieron al mismo ritmo que sus éxitos
El gran momento de Wallenstein llegó en 1618 tras la Defenestración de Praga, que marcó el inicio de la Guerra de los Treinta Años. En abril de 1619, el ejército de los rebeldes bohemios invadió Moravia, que había optado por la neutralidad, sin hallar casi resistencia. Wallenstein, coronel de un regimiento de infantería reclutado por las autoridades de dicho territorio, movilizó sus tropas y marchó con ellas a Olmütz, donde se encontraba la tesorería de los Estados de Moravia; se apoderó del dinero y lo condujo a Viena, lo que le valió la gratitud del nuevo emperador, Fernando II. Así, tras la derrota de los protestantes, sumó a sus propiedades señoríos requisados a los rebeldes. Por entonces, el bohemio, además de militar al servicio del emperador, era también su banquero.
Las deudas acumuladas, de unos 195.000 florines, llevaron a Fernando II a cederle más tierras confiscadas, designarlo gobernador militar de Bohemia y hacerlo socio de un consorcio para la acuñación de moneda que incluía al banquero flamenco Hans de Witte, quien le facilitó préstamos con los que compró a bajo coste otras propiedades requisadas por la Corona. Para 1625, Albrecht von Wallenstein se había convertido en uno de los nobles más ricos del Imperio. Había vendido todas sus propiedades en Moravia para adquirir nuevas tierras en torno al señorío de Friedland, en el norte de Bohemia, donde construyó un estado principesco en el que implementó la Contrarreforma e impulsó políticas económicas mercantilistas que incrementaron todavía más sus rentas.
Astuto, priorizó industrias de las que se nutrían sus propias tropas, como la elaboración de pólvora, por lo que el emperador era su principal cliente en tanto que reclutador de tropas como proveedor de suministros. Por si fuese poco, Fernando II lo nombró príncipe imperial. Rico y todopoderoso, en 1625 Wallenstein se ofreció a reclutar 20.000 soldados para Fernando con motivo de la entrada de Dinamarca en la guerra. El emperador aceptó y, el 7 de abril, nombró al bohemio generalísimo del Ejército imperial; solo él mismo estaba por encima.
Wallenstein obtuvo todas las concesiones que pidió: autoridad suprema sobre todas las fuerzas católicas y poder ilimitado para nombrar a sus oficiales
Para pagar y alimentar a un ejército que acabaría alcanzando los 50.000 efectivos, Wallenstein elevó a una magnitud sin precedentes el sistema existente de contribuciones de guerra, por el que los territorios donde actuaba un ejército debían pagar en dinero o en especie salvaguardas para evitar los saqueos. El generalísimo hizo extensivo el pago a los territorios amigos, incluidas las tierras de los Habsburgo y su ducado de Friedland. La desmesura se apoderó de él, y sus exigencias crecieron en consonancia: pidió la ampliación del ejército a 70.000 hombres, recaudar directamente las contribuciones en Bohemia y designar oficiales en puestos clave sin la autorización imperial. Fernando II aceptó.
En paralelo a su fulgurante ascenso, Wallenstein se había granjeado enemigos, sobre todo en la Liga Católica alemana, cuyo líder, el duque Maximiliano de Baviera, observaba con recelo su creciente poder. Maximiliano y los demás electores imperiales escribieron cartas a Fernando II contra Wallenstein, pero el emperador se negó a actuar contra el hombre que lo había llevado a la victoria. Fueron sus críticas a la Paz de Lübeck, impuesta por Fernando y que preveía la restitución de las propiedades católicas que habían pasado a control protestante después de la Paz de Augsburgo de 1555, junto con su negativa a apoyar a España en la Guerra de Flandes y la Guerra de Mantua, lo que motivaron su destitución en 1630.
El retiro duró dos años, hasta que, en abril de 1632, tras la entrada de la Suecia de Gustavo II Adolfo en la guerra, seguida de una serie de espectaculares victorias, el emperador llamó de nuevo a su antiguo general. Esta vez, Wallenstein obtuvo todas las concesiones que pidió: autoridad suprema sobre todas las fuerzas católicas, poder ilimitado para nombrar a sus oficiales, el derecho de reclamar las contribuciones de guerra que considerase e incluso el de negociar treguas y acuerdos de paz, aunque debía informar al emperador. Tras reclutar y equipar un ejército de 50.000 hombres, sitió Núremberg para alejar a los suecos de Baviera y luego invadió Sajonia, lo que atrajo a Gustavo Adolfo a Lützen, donde murió en combate.
Wallenstein parecía haberse vindicado ante sus adversarios, pero algo había cambiado: enfermo y cansado, se convenció de que era preciso firmar la paz. Su inactividad mientras los suecos invadían Baviera selló su destino: en diciembre de 1633, el emperador, seguro de que tramaba un cambio de bando, ordenó su cese. Wallenstein sospechaba lo que estaba sucediendo y exigió un juramento de lealtad a sus generales. En última instancia, olvidaba que era a Fernando II a quien debían lealtad aquellos hombres, no a él. Aquel informó a sus principales lugartenientes de su decisión de eliminarlo, y estos actuaron con secretismo para apartarlo del ejército. Cuando el bohemio reaccionó era tarde: el 23 de febrero de 1634 huyó de Pilsen camino de Cheb con un pequeño grupo de leales con la esperanza de alcanzar las filas suecas. Allí lo aguardaban los hombres del emperador. La noche del 25, sus oficiales fueron pasados a cuchillo mientras banqueteaban en el comedor del castillo. Wallenstein pudo oír el ruido de la lucha desde su estancia. Enfermo y desmoralizado, no opuso resistencia cuando lo atravesó la alabarda de su verdugo.