Buscar Iniciar sesión
Sección patrocinada por
Patrocinio Repsol

Crítica de '1936': La paz que nunca llega ★★★☆☆

Andrés Lima dirige un montaje sobre la Guerra Civil, con Blanca Portillo en el reparto, brillante de forma, aunque maniqueo en el fondo
El coro de jóvenes (debajo de los actores) es una parte "fundamental" de '1936', según su director, Andrés Lima
El coro de jóvenes (debajo de los actores) es una parte "fundamental" de '1936', según su director, Andrés LimaBárbara Sánchez Palomero
La Razón

Madrid Creada:

Última actualización:

Autoría: Albert Boronat, Juan Cavestany, Andrés Lima y Juan Mayorga. Dramaturgia: Albert Boronat y Andrés Lima. Dirección: Andrés Lima. Reparto: María Morales, Juan Vinuesa, Blanca Portillo, Guillermo Toledo, Antonio Durán "Morris", Alba Flores, Natalia Hernández y Paco Ochoa. Teatro Valle-Inclán, Madrid. Hasta el 26 de enero.

Después de ‘Shock 1 (El cóndor y el puma)’ y ‘Shock 2 (La tormenta y la guerra)’, Andrés Lima vuelve a la carga con un nuevo espectáculo de parecido estilo que prometía ser su continuación, en cuanto que volvía a indagar -o así se había anunciado- en la doctrina del shock que propugna la periodista canadiense Naomi Klein, y que viene a afirmar que, si el capitalismo ha triunfado en tantas sociedades, se debe más a la artera imposición por parte de unas clases privilegiadas aprovechando un contexto crítico que a la voluntad libre de sus ciudadanos.
Dice el director de ‘1936’ que, “si entendemos el 'shock' como el golpe violento sobre una sociedad que da lugar a implementar un régimen económico, político y social, España en el 36 es el inicio de un gran 'shock' que durará 40 años y que todavía tiene una influencia decisiva en todos los estamentos y clases de la sociedad española”. Yo no sé si no es un poco rebuscado relacionar la teoría del shock con el caso concreto de la Guerra Civil y de un modelo político, el nacionalcatolicismo, cuyos ideólogos nuca supieron muy bien, por más que algunos lo intentasen, cómo encajar el capitalismo en él sin dejar de atender la premisa del fascismo -representado en España por la Falange- de hacer al proletariado protagonista de la revolución. Hasta tal punto era el asunto contradictorio y disparatado que Ramiro de Maeztu trató de armar toda una fábula -con muy buena prosa, eso sí- que demostrase que la base del capitalismo podía tener mejor acomodo en la moral católica que en el liberalismo. Ahí es nada.
En cualquier caso, que la obra se relacione mejor o peor con las tesis de Naomi Klein es algo que para nada la desluce. De hecho, esas tesis tienen poca presencia en la propuesta y el término ‘shock’ ni siquiera se ha incluido esta vez en el título; más bien se ha usado con fines promocionales para vincular el montaje con los dos anteriores, aprovechando el enorme éxito que tuvieron. Y la estrategia ha funcionado, porque se ha vendido ya absolutamente todo.
En realidad, las mayores tachas de ‘1936’ se encuentran, como en otros trabajos de su director, en la parcialidad y la falta de distanciamiento a la hora de abordar los acontecimientos históricos, que se presentan ante el espectador de una forma bastante maniquea. Más si tenemos en cuenta que la intención no era, según el dosier de prensa, “basar el montaje en la dicotomía de los vencedores y los vencidos, de los amigos y enemigos”, y sí era “que el espectador reflexione, que nuestros adolescentes y jóvenes comprendan, y que todos podamos ponernos en el lugar del otro”.
Sinceramente, nadie va a ponerse, viendo esta función, en el lugar de ninguno de los personajes del bando nacional que salen en ella. Eso ya lo puedo yo asegurar sin ser adivino. En primer lugar, porque casi todos los que tienen un poquito de protagonismo son de la peor ralea. En segundo lugar, porque, lejos de buscar una justificación dramática -que no moral- de sus actos, se interviene descaradamente en su naturaleza con fines ideológicos (un ejemplo de ello es cuando Calvo Sotelo le cuenta al público, después de muerto, que su asesinato no fue el desencadenante de la rebelión porque esa rebelión ya la venían preparando él y los suyos desde hacía tiempo). Y, en tercer lugar, porque todos esos personajes del bando de los sublevados están, además, caricaturizados hasta el extremo. Esa caricatura es, sin duda, acertada, aguda, graciosa, audaz… sencillamente extraordinaria, y sería demoledora si estuviésemos ante una obra satírica. El problema es que, junto a esos fantoches beatos y malignos -y en muchos casos gritones- que son los nacionales, los personajes del otro bando aparecen como querubines de un cuadro de Murillo, todos comprensivos, dulces en el habla, entrañables, desbordados de idealismo y admirables sentimientos. No sé..., a lo mejor es que un servidor es un escéptico empedernido, pero... yo creo que asociar la defensa de la República como sistema político a la bondad individual de sus defensores es querer ver el mundo con los ojos de Heidi.
En la propia selección de acontecimientos que se recrean hay ya un posicionamiento más que evidente por parte del director: se remonta al año 31 para explicar los antecedentes de la guerra, pero obvia la Revolución de 1934; se detiene en el sufragio femenino, pero pasa por alto que el voto de las mujeres -por razones cuyo análisis excedería el cometido de esta crítica- supuso el triunfo de la derecha. Así sucesivamente en las cuatro horas y media que dura la función (con descansos incluidos). Tan sesgado es el punto de vista que apenas queda lugar para el conflicto dramático en todo ese tiempo, algo curioso teniendo en cuenta que la obra va, precisamente, sobre un conflicto. Este se llega a atisbar, si acaso, en la escena en la que el terrateniente interpretado por Guillermo Toledo trata de hacer ver los supuestos males del colectivismo a los vecinos que le han detenido para ajusticiarlo; pero ese conato de combate dialéctico, ideológico y vital se abandona enseguida para volver a alternar las escenas de buenos con las escenas de malos.
No obstante, pese a la manipulación que hay en el tratamiento de las situaciones y de los personajes, la obra tiene algunos hallazgos dramatúrgicos memorables, está primorosamente dirigida desde el punto de vista formal y cuenta con algunos actores formidables. Aunque no se descubre gran cosa en el contenido, ni tampoco llega uno a emocionarse, la función se sigue con interés, y se disfruta mucho en algunos momentos, por su vistosidad, su sentido de la composición y del movimiento, su fantasía en el planteamiento de algunas escenas y sus soluciones interpretativas. La “resurrección” de Calvo Sotelo, la conversación de Franco con su padre o la simbólica apertura de las fosas son ideas geniales que se plasman sobre el escenario de manera brillante en un espectáculo rebosante de desparpajo y dinamismo en el que tiene, además, un papel muy destacado el Coro de Jóvenes de Madrid. Hay que resaltar, por cierto, la música de Jaume Manresa y el espacio sonoro de Kique Mingo, así como la caracterización de Cécile Kretschmar.
Blanca Portillo, Juan Vinuesa y Guillermo Toledo, por su parte, hacen un buen trabajo en el capítulo actoral; pero son María Morales, Natalia Hernández y Paco Ochoa quienes dan un encomiable lustre, empaque, originalidad y frescura a los distintos personajes que han de incorporar. Menos versátil se muestra Alba Flores, correcta en cualquier caso; y muy gritón, sin necesidad, el otras veces más convincente Antonio Durán “Morris”.

Lo mejor: El desenfado, la audacia y la creatividad de Andrés Lima para contar cualquier historia sobre un escenario.
​Lo peor: La falta de perspectiva estrictamente crítica en el tratamiento de los hechos reales y de las situaciones dramáticas.