“Este año, hay artistas que cobran más de un millón por actuar en festivales españoles”
Después de 25 años de trabajo en el Festival de Benicàssim, Joan Vich publica “Aquí vivía yo”, un libro de recuerdos del evento que pasó de ser una fiesta de amigos al evento musical más importante del mundo
Empezó sirviendo bebidas en la barra más remota del Festival de Benicàssim, cuando se celebraba en esa sede mitológica que era el Velódromo y a la que asistió la tribu primigenia del indie español. Aunque al FIB de aquellos años le sucedía como al concierto de los Sex Pistols con Joy Division de 1976: si hubieran ido tantos como decían haberlo hecho, nunca habrían cabido. Tras 25 años de servicio, Joan Vich Montaner, llegó a ser codirector del evento en 2019, la última edición que se ha celebrado hasta que, dentro de 4 días, la puertas del recinto vuelvan a abrirse y de paso, una etapa nueva, bajo la gestión de The Music Republic. Movido por la nostalgia del final de una etapa, Vich decidió escribir un libro de lo que había vivido en ese tiempo. Sin embargo, mientras que su intención al principio era “cantarlo todo”, después se dio cuenta de que es mejor que algunas cosas se queden en la privacidad, no mirar al pasado con ira. «Ni aunque me ofrecieran mucho dinero lo haría», añade en conversación telefónica sobre el resultado, «Aquí vivía yo» (Libros del K.O.), que acaba de editar y acerca del panorama musical actual: «Este año, en España, hay cabezas de cartel que han cobrado más de un millón de euros, es una locura», revela.
El título del libro es también el de un disco de “Le Mans”, cuyo primer single fue una canción titulada “Mi novela autobiográfica”. Y eso es el libro, la vida y memorias de su autor. Por eso se decidió a tratar el contenido con respeto a los implicados. En los días previos a que el festival vuelva a subir la persiana, no siente tristeza sino “más bien alivio. Es un trabajo muy duro y siento que me he quitado un peso de encima, no lo echo de menos. Ser joven, sí, pero trabajar en el FIB, no”. Y es que es imposible no epatizar con las correrías de Joan Vich a lo largo de los años, aguantando a las estrellas y a sus managers, organizando y cancelando ruedas de prensa sobre la marcha, soportando las órdenes del personal de Oasis bajo una chaqueta identificativa prestada, tres tallas mayor bajo el calor de julio del Levante. Una vez estuvo a punto de sacar la mano a pasear, con el manager de los Killers. Y esas eran situaciones manejables, porque en Benicàssim se daban también imponderables climatológicos. Lluvias torrenciales, vientos huracanados y hasta incendios amenizaron un cuarto de siglo de emociones musicales bastante fuertes detrás del telón. Capítulo especial merecen las presencias de Pedro Sánchez. La primera, en 2016, cuando era solo candidato del PSOE y unos meses antes de que tuviera que dimitir. De aquella presencia, el autor recuerda «esa camiseta ajustadísima, de manga larga, que le marcaba los pectorales con un estampado incomprensible –entre orientalista, satánico y las Pinturas Negras de Goya–, ya había pasado de moda hacía 15 años. Aquella prenda indescriptible fue lo más comentado de la noche por encima de algunos conciertos». Después, ya como presidente, Sánchez regresó el año de la famosa polémica por el viaje en Falcon y con un atuendo más «presidenciable». También con una cohorte de seguridad que volvieron una pesadilla el concierto de The Killers, banda bastante gafada a lo largo de su historia con el FIB.
Vich vivió el arco temporal que lleva a un evento de colegas a convertirse en el más grande del mundo. En el proceso, hubo cambios muy determinantes como la llegada masiva de público británico o la, digamos, pérdida de pedigrí indie en favor de otros géneros musicales. “Por un lado, sentí el orgullo de que algo que hicieron tus amigos se convertía en algo enorme. A la hora de crecer tienes que vender parcelas e hipotecarte. Yo no diría que ninguno de los que estábamos dentro, defiende la idea del festival al cien por cien. Con todo el cariño que transmito hacia el FIB en el libro y todo lo que le debo, a la vez, no firmo todo lo que ha hecho el festival ni muchísimo menos”. Ahí está la polémica inclusión de David Guetta en el cartel de 2012, junto a Bob Dylan. “Nos pusieron a parir, pero se demostró que la intención que teníamos se ha demostrado que era acertada. Un festival grande no puede ser purista y además, se ha cambiado la manera de hacerse fan de los artistas. Todo el mundo escucha muchos estilos. Por otra parte, aquel mismo año, programamos a la vez que a Guetta a Agoria, que repasaba la historia de la música electrónica con un espectáculo experimental, house y techno que fueron a ver 500 personas. Había más de 30.000 viendo a Guetta. Así que las críticas eran de gente que habían dejado de ir en 2002 pero querían que el festival fuese como ellos recordaban y no como la gente que iba y se lo pasaba bien quería”.
Mientras que Vich pudo permanecer bastante ajeno a la famosa guerra entre el festival y la productora Sinnamon, que organizaba el Summercase, padeció directamente el aumento enloquecido de los cachés artísticos. “No tenía que ver ni siquiera con la competencia interna en España, que la hay, y algo influye, pero ya no somos los únicos que están pagando cifras desorbitadas en Europa. Han subido mucho los cachés desde que empecé y eso hace que la contratación sea muy difícil, que el margen de beneficio sea cada vez menor. Creo que la posibilidad de negocio en un festival cada vez es más difícil de conseguir a menos que crezca de tamaño de forma exponencial. Antes uno de 40.000 personas nos parecía un macrofestival gigantesco y ahora estamos hablando de 80.000. Y durante ocho días”, explica. Eso es exactamente lo que estamos viendo en este mismo verano. “No es la única solución, pero hace años decíamos de broma que contratar a este o a aquel nos iba a costar un millón. Y ahora jo es una broma, es que hoy hay bastantes cabezas de cartel que superan esa cantidad”. ¿Un millón? “Y un millón y medio, sí”. Repito: ¿En España, este año? “Sí. Los festivales grandes de España de este año están pagando un millón y más a algunos artistas, por supuesto”. Trago saliva. “Está todo enloquecido. Si un festival tiene un precio de entrada entre los 200 y los 400 euros, y ese cabeza de cartel es uno de los principales atractivos o el principal y va a meter a 50, 60 o 70.000 personas, hay que hacer las cuentas. Es lógico que ese artista y sus representantes, diga que tienen que pagarles”.
En el libro, la cifra que escandalizó a Vich fueron los 400.00 euros que el FIB pagó a Depeche Mode. Son unas memorias, pero también un master en gestión de eventos. “Claro, he intentado hablar de todo, de cómo funciona esto por dentro, porque ahora puedo contarlo”, concede. Tanto cuenta, que confirma una apartado que es a la vez obviedad y mito. La organización tenía el “contacto” de una persona para encargos especiales. La llamaban Frida porque era bajita y enjuta, como la pintora mexicana, y llevaba una riñonera con un menú de estupefacientes. Solo estuvo dos años, pero los siguientes “freelances” heredaron el apodo. “Lo de Frida sucedió realmente como lo cuento en el libro, pero en realidad quería hablar abiertamente de las drogas. Porque son el elefante en la habitación. Todo el mundo sabe que la gente se droga y hacemos por mirar a otro lado, pero todo el mundo lo hace y quería hablar de ello con naturalidad. En el festival siempre tuvimos un estand de Energy Control para el público porque sabíamos que la gente se iba a drogar y por lo menos podían saber que no era ‘’malo’' lo que se estaban tomando. Y en cuanto a los artistas sabemos que muchos de ellos, lo primero que van a hacer es intentar pillar. Entonces, mejor nosotros les indicamos ‘’pilla a este y a este otro’' antes que dejarte que salgas por ahí y hables con el primero que encuentres, e igual luego tenemos que llamar a una ambulancia. A mí me parecía algo funcional, lógico y natural. Lo que no me lo parece es que las drogas sean ilegales”. Aunque lo suyo no son los porcentajes, “muchos artistas, desde luego”, solicitaban en el camerino la presencia de la Frida de turno con su surtido de “toallas” para todos los gustos. Luego, todo se profesionalizó y Vich dejó de saber quién era esa persona y tampoco quería saberlo. “Cuando las cosas se hacen con seriedad, puede que haya menos historias legendarias, pero esas son buenas para los libros y no para los conciertos. Y nosotros estábamos preocupados de que el públoico obtuviese lo que merecía por la entrada. Con el libro he querido quitarle hierro y ser desmitificador. A mi me gusta la música, no la mitomanía”.