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Pío Baroja, 150 años del huraño criticón

A finales de diciembre de 1872 nacía Pío Baroja, del que Alianza y Cátedra relanzan por la efemérides tanto su prosa autobiográfica como uno de sus poemarios
Descripción de la imagenRaúlLa Razón

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«Algún día se tendrá que decir la verdad sobre Baroja», escribió Josep Pla. Su vida, ampliamente descrita a lo largo de las propias memorias, «Desde la última vuelta del camino», aún despierta sombras, polémicas, dudas; para muchos, en realidad, son insuficientes pese a su gran extensión –a propósito, Cátedra reedita su libro «Familia, infancia y juventud»–, y, para el gusto del ampurdanés, «son energúmenas, horribles por su ligereza y sus despropósitos. Me aburro»; sin embargo, dijo que hubiera podido ser el mejor memorialista de la historia en España y no se cansó de destacar la sencillez técnica de su escritura, y su calidad como paisajista y retratista más que como constructor de novelas.
Así, ya fuera en su época, ya sea a décadas de su muerte, la personalidad del narrador es sinónimo de controversia, de bandos. Unos lo apreciaron, Marañón, Azorín, Cela, y a otros, como Valle-Inclán, D’Ors o Azaña, les inspiró desprecio. No son pocos los escritores y académicos que cuestionaron la capacidad de Baroja como creador: sencillez de vocabulario, incluso errores gramaticales y sintácticos. Él mismo se ganó fama de huraño y criticó a varios colegas de generación, como Unamuno, Valle-Inclán y Blasco Ibáñez (solamente demostró admiración por Ortega y Gasset). Sus declaraciones, su ideología o la falta de ella, su germanofilia durante la Gran Guerra, sus críticas al sistema político o a sus compañeros de profesión, su misoginia, sus «prejuicios caprichosos e inexplicables», en palabras de Pla, de nuevo, formaron una imagen de Baroja que aún hace correr ríos de tinta.
El último afluente vino de Francisco Fuster, que publicó «Baroja y España. Un amor imposible» (Fórcola), en torno a la crisis de fin de siglo que vivió España, cuya más llamativa circunstancia es la pérdida de las colonias en 1898. Como decían en unas palabras preliminares Justo Serna y Anaclet Pons en este estudio: «Baroja deplora los nacionalismos, la política de escaso vuelo, la sociedad inerme y paralizada, la España sucia. Y todas esas críticas y derogaciones las expresa rotundamente, sin atemperarlas».
Los prologuistas recordaban «la fama de escritor áspero y sincero» que tenía Baroja, cuyo deseo fue «convertir España en un país verdaderamente constitucional y jurídicamente europeo, sin casticismos clericales, sin ventajistas o logreros de la política. Un país con derechos individuales y respetados. Con gentes cultas y deferentes. Sin fanáticos». Lo que anheló Baroja no podía contrastar más con la realidad que le rodeaba: decepcionante y gris, llena de desidia y cinismo; una España caduca, resignada, analfabeta. Y tal vez como en ninguna otra de sus numerosas novelas, esta impresión que le causaba nuestro país no se perciba tan agudamente como en «El árbol de la ciencia», que empezó a escribir en un París donde estaban en ese momento Antonio Machado y Rubén Darío.
Fuster considera que Baroja es el que mejor nos puede ayudar a entender la llamada «crisis de fin de siglo» mediante la novela citada u otras suyas, como «Camino de perfección» (1901) o las que componen las trilogías «La lucha por la vida» y «Las ciudades», a su juicio, «documentos excepcionales en cuyas páginas se respira aquel ambiente finisecular». Pero cómo cambia la moral de España desde finales del siglo XIX a comienzos del XX, y cómo ve Baroja el escepticismo que va cuajando en la opinión pública por la situación de pobreza generalizada y falta de estímulos, y entre sus colegas escritores, influidos por el pesimismo de la filosofía alemana, sobre todo, de Schopenhauer.
De hecho, el filósofo alemán fue clave para el Baroja que preparó su tesis doctoral, titulada «El dolor: estudio de psicofísica», y en el primer libro que publica, «Vidas sombrías». «En ambos textos –dice Fuster– se aprecia la importancia de esa primera lectura del pensador de Dánzig, de cuya filosofía tomará el novelista la tesis según la cual el conocimiento añade dolor al individuo». Para el protagonista, saber es sufrir. Qué hacer, pues, activarse o mantenerse en la pasividad; un dilema que explica Arturo Ramoneda en el prólogo de las «Obras completas VIII» de Baroja que Galaxia Gutenberg fue preparando: «Andrés Hurtado intenta solucionar el conflicto surgido de la contraposición entre acción y contemplación, entre vida y conocimiento, entre el radicalismo revolucionario utópico y el sentimiento de la inanidad de todo».
Ello generará una incapacidad para cambiar la realidad en consonancia con un país que sufría un parecido desasosiego. El continente necesita renovarse tras demasiado tiempo indolente, porque la tecnología y la ciencia no han hecho mejorar las condiciones de la población. «España, como otros pueblos de Europa, parecía entonces una mujer vieja y febril que se pinta y hace una mueca de alegría», dice Baroja del Madrid de fin de siglo, donde pudo observar «cómo toda la vida española se iba desmoronando por incuria, por torpeza y por inmoralidad».
Opiniones controvertidas
Pero su voz predicará en el desierto. Incluso publicará un artículo, «Contra la democracia», por considerarla absolutista, solo atenta a dominar las masas. Opinión que apenas iba a variar, ya fueran los años de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera o la Segunda República. Incluso en su poesía no dejó de ser cáustico, cínico, elegíaco, como se aprecia en «Canciones del suburbio», que relanza Cátedra, el único poemario que publicó y en el que practicó formas del romance narrativo y la literatura de cordel. En su día fue prologado por Azorín, que las llamó «baladas», las cuales fueron escritas al término de la Guerra Civil.
Hasta su muerte, Baroja daría que hablar. Eduardo Gil Bera, en una biografía no autorizada, apuntó las circunstancias previas a la muerte de don Pío: «El 20 de mayo de 1956, se cayó y se fracturó el fémur. Fue operado el día 25. No volvió a levantarse y murió la tarde del 30 de octubre». Y añadía: «Respecto al punto crucial de quiénes bajaron la caja con el muerto desde el piso a la calle, hay varias versiones encontradas que se niegan el pan y la sal. La cuestión es grave. ¿Qué cantidad de gloria y posteridad le toca a un portafiambre de difunto ilustre? Que lo diga un entendido. Que estipule Cela cuánto cede de la suya en favor de los que lleven su ataúd».
Se presentaba, en tal episodio, una extraña competitividad en torno a quién le cupo el orgullo de llevar los restos de Baroja, que se había encargado de pedirle a su sobrino, el antropólogo Julio Caro Baroja, que se celebrara un entierro civil, lo que no debió de ser cosa fácil en aquellos tiempos de nacional-catolicismo. Por cierto, a la ceremonia acudió, siendo general, el oficial del ejército que lo liberó después de que el escritor fuera detenido y encarcelado una noche como «enemigo de la tradición», en julio de 1936.
  • «Familia, infancia y juventud» (Cátedra), de Pío Baroja, 472 páginas, 21,50 euros.