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«La particular memoria de Rosa Masur»: La Rusia del siglo XX a través de ojos judíos

Vladimir Vertlib muestra los sucesos que agitaron Rusia en la pasada centuria a través del devenir de una familia
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En las postrimerías de esta estación estival y después de los visitantes que han invadido los principales monumentos y museos de Europa durante estos meses de ajetreado asueto, quizá convenga recordar que la civilización no descansa solo en las ruinas heredadas de siglos anteriores, sino que consiste, por encima de otras consideraciones, en una maleta abstracta de valores y relatos que los pueblos cargan consigo. Una reflexión que, sin duda, no debe despertar demasiada simpatía en las agencias de viajes. Marco d’Eramo, en su preciso análisis del turismo «El selfie del mundo» (Anagrama), señala que en China «el pasado no es una presencia de piedras, ladrillos y mármoles, sino una presencia inmaterial que empapa, satura el aire que se respira». Para sus ciudadanos, el pasado no hay que buscarlo en los edificios que han sobrevivido a las flagelaciones habituales de la Historia y el tiempo, sino que reposa en «las tradiciones, el protocolo, las conversaciones, los comportamientos, los proverbios y el imaginario» que se ha transmitido durante generaciones. Lo mismo podría aseverarse, con sus particulares idiosincrasias, del pueblo judío, portador de un innegable bagaje cultural y una identidad que, en parte, pervive en sus ritos, hábitos y recuerdos.
Esta conciencia de una memoria comunitaria y familiar, y, de alguna manera, la obligación de mantenerla viva, es común a muchos textos de rasgos testimoniales y uno de los asuntos que laten en «La particular memoria de Rosa Masur», que publica Impedimenta con traducción de Richard Gross. Una idea que debe compartir su autor, Vladimir Vertlib, al reconocer en un pasaje de su escritura «que sean precisamente las biografías judías las que permitan captar la tragedia, las vicisitudes y las esperanzas del siglo XX. O sea, las cumbres y las simas de la época, ilustradas con el ejemplo de la experiencia personal, donde lo universal se refleje en lo singular» (página 41). La obra principia en 1906, fecha de nacimiento de la narradora, y llega hasta un instante impreciso tras la caída del Muro de Berlín, cuando «un reproductor de CD» era todavía un puntal de modernidad. Entre medio queda una cascada de acontecimientos con sus aledaños de calamidades, hambrunas y dramáticas pérdidas, como la caída del zar, el antisemitismo, la revolución rusa, la guerra civil, la dictadura soviética (la aparición de Stalin es uno de los mejores momentos del libro), la «victoria sobre el fascismo», que hoy aún airea Putin, y el doloroso declinar de las ilusiones y sueños políticos. Vertlib reflexiona sobre los seres queridos que han quedado atrás, los recuerdos, las pérdidas, los desbaratamientos que traen consigo los tiempos y las humillaciones inherentes a la Historia (escrita esta vez con mayúscula), y que aquí no es algo intangible, sino real, algo que golpea con la inercia y rotundidad de un martillo volteado con furia. El texto goza de una oportuna actualidad al aparecer justo cuando nuestra Europa occidental sale de su ensimismamiento consumista para reencontrarse, desprovisto de antifaces y otras hipnotizaciones catódicas, frontalmente con la Historia y los sacrificios que exige en ocasiones, debido al azote de la pandemia y, después, a la guerra de Ucrania y la crisis económica que asoma en el horizonte. Un duro despertar al mundo del cual nos habíamos olvidado.

Un mundo de fronteras

La obra no debería leerse solo como la «aventura» de una familia judía rusa, lo que sería un injusto estrechamiento de su horizonte, sino como un deliberado ahondamiento del hombre y lo humano, de la frontera entre lo moral y lo inmoral, que es «la que separa la verdad de la mentira», la degradación espiritual en las épocas difíciles, el dolor que dejan las ocasiones extraviadas y la voluntad para sobreponerse a los reveses. Unas lecciones de enorme vigencia y que nunca conviene dejar arrumbadas en el trastero de la conciencia. Con su evocación de mundos perdidos y nostalgias desvaídas, Vertlib da cuenta del peso que tiene la salvaguarda de la memoria para el pueblo judío y la «custodia» de sus recuerdos debido, sobre todo, a la peculiaridad de su condición errante, de inmigrantes que nunca acaban de asentarse porque, en cualquier época, puede surgir un suceso que los obliga a trasladarse. De aquí el valor que conceden a la memoria. En esta lectura de aristas lúcidas y brillantes queda un halo de tristeza al seguir el peregrinar de sus protagonistas y toparse con una de sus ensoñaciones: encontrar un territorio donde «Alemania ya no es la verdadera Alemania. Forma parte de la Unión Europea, y esta, pronto, se irá convirtiendo en un Estado homogéneo. Mis hijos serán ciudadanos de Europa. No serán alemanes, sino europeos». Frases que expresan un sentimiento común, pero que ahora se ve comprometido, de nuevo, por el mazo de la Historia.